MIYAZAKI, EL GENIO DEL ANIMÉ

Acababan de estrenar La princesa Mononoke en un cine de Ithaca. Un amigo peruano, Pedro Pérez del Solar, me la recomendó. Yo no era de los que solía ir a películas de dibujos animados, pero el entusiasmo de Pedro era contagioso; me dije que debía hacerle caso a alguien que había hecho en Princeton una tesis doctoral de setecientas páginas sobre la historieta gráfica española. No me equivoqué. Desde ese entonces, comencé a coleccionar en DVD todo lo que salía de Miyazaki, primero con la excusa de que era para mi hijo, luego sin excusas. Yo ni siquiera conocía en qué consistía ese arte japonés llamado animé y que deslumbraba a los hijos adolescentes de una de mis colegas; hoy, tengo una respetable colección de animé, y siento que a pesar de la desenfrenada violencia postapocalíptica con que el género es conocido, quien más ha hecho por darle respetabilidad es Miyakazi, alguien que transita por un camino propio, muy alejado de obras clásicas del animé como Ghost in the Shell y Metrópolis.
Las películas de Miyazaki tienen como punto de partida creencias sintoístas como la adoración y el respeto a la naturaleza. Las grandes obras del corpus de Miyazaki (Mononoke, Nausicaa, El viaje de Chihiro) son épicas ecológicas. En Nausicaa y el valle del viento (1984), la princesa Nausicaa vive en un pueblo al lado del “bosque tóxico”. Mientras otros hombres quieren destruir el bosque, Nausicaa quiere protegerlo, tanto a sus árboles como a los insectos que viven en él (los inmensos Ohmu), pues considera que si el bosque ha llegado a ser tóxico se debe a la depredación de los seres humanos. En La princesa Mononoke (1997), los animales de una selva se rebelan ante el pueblo de mineros que la explota.
Otra creencia sintoísta son los kamis, dioses o espíritus de la naturaleza. A diferencia de otras religiones, los kamis no viven en un mundo superior al de los seres humanos; viven en el mismo mundo. Esos espíritus circulan libremente por la obra de Miyazaki. Aparecen, por ejemplo, en El viaje de Chihiro (2001), en la que hay una escena conmovedora en la que el espíritu de un río de aguas contaminadas aparece en una gran casa de aguas termales y pide ser purificado. En Totoro (1988), hay un reconocimiento de la realidad contemporánea: las niñas Mei y Satsuki creen que el bosque está lleno de espíritus; el padre, un antropólogo, cree en lo que dicen las niñas, pero ya ha perdido la capacidad de ver a esos espíritus. El sintoísmo alguna vez fue religión de Estado en Japón; hoy no tiene la fuerza de antes, avasallado por la fuerza de las nuevas costumbres de las tribus urbanas. Miyazaki ha dicho más de una vez que la “cultura virtual” será el fin del Japón, se niega a dar licencias para convertir sus películas en videojuegos (aunque hay un estudio-museo en Japón), y se molesta cuando se le acercan los padres a decirle, orgullosos, que sus hijos han visto sus películas más de cien veces: dice que una vez es suficiente, los niños no deben quedarse pegados a la televisión, deben salir a jugar a la calle, a los parques, ir de excursión a los bosques. La ironía es que, debido a la calidad de su obra, Miyazaki está contribuyendo a que los niños japoneses crezcan con experiencias sobre todo visuales y auditivas.
Miyazaki, por supuesto, no es un sintoísta ortodoxo. Aparecen en sus películas muchas maldiciones, embrujos y encantamientos que son parte de las creencias populares. En Porco Rosso (1992), la cara del apuesto capitán se convierte en la de un cerdo (cuando se dibuja a sí mismo, Miyazaki se dibuja con cara de cerdo; dice que son los animales que más respeta); en Howl’s Moving Castle, su última película (2005), Sofía, la protagonista adolescente, es convertida en una anciana por la Bruja de los Desperdicios.
Hay otras obsesiones en la obra de Miyazaki: las niñas en la adolescencia temprana, principales protagonistas de todas sus películas (inocentes, despojadas de su latente sexualidad); las máquinas voladoras: aviones, hidroaviones, dirigibles, incluso un castillo en Castillo en el cielo (1986); las ancianas indestructibles y combativas, homenaje personal a su abuela… Hay una manera de dibujar y de usar los colores que es inconfundible (para su última película, envió a Michiyo Yasuda, responsable de colores, a conseguir tonos especiales de ciertos colores a Alsacia). Y una manera de usar el sonido y la música, específicamente opuesta al estilo de Hollywood: la música en Miyazaki suele ser suave, delicada, melancólica, no intenta asaltar al espectador a la manera de un John Williams. Todos esos detalles van creando el estilo, la originalidad de Miyazaki. Hace algunos años se consideraba un gran logro que se mencionara a este director japonés junto al sagrado nombre de Walt Disney en el mundo de los dibujos animados. Hoy se lo comienza a mencionar junto a Akira Kurosawa, y cada vez son menos los que se sorprenden.