Sunday, April 27, 2008


MAYO DEL 68: DE LA REVUELTA AL PARQUE TEMÁTICO

Nací en el mismo país y año en que murió el Che Guevara. Soy de los que creció escuchando las canciones de los Beatles y los Rolling Stones que colocaban sus padres, y de los que leyó curioso, ya convertidas en graffiti, esas frases que nos dejaron los estudiantes de la revuelta de mayo del 68 en París: “la imaginación al poder”, “prohibido prohibir”. Como muchos chicos sudamericanos, pasé los años de mi infancia y adolescencia bajo gobiernos dictatoriales. Eso alimentó mi nostalgia por los sesenta, condensados en ese simbólico mayo.

Pertenezco a una generación que tuvo una curiosa fascinación por un tiempo que no le tocó vivir. Quizás por eso fue que, cuando tuve la oportunidad de continuar mis estudios en los Estados Unidos, decidí postular a Berkeley. Berkeley era uno de los epicentros del cataclismo generacional de los años 60: allí se originó, en 1964, el Free Speech Movement, que pedía permitir la actividad política en el campus y respetar los derechos de los estudiantes a opinar. Fue allí también, en 1965, donde se iniciaron las protestas contra la guerra en Vietnam.

A principios de los noventa, las cosas habían cambiado en Berkeley. Continuaba el fervor de los estudiantes por involucrarse en todo tipo de causas “progresistas”, pero ahora todo parecía una parodia de los años sesenta: sí, estaban los movimientos por la causa del Tibet y por los derechos del pueblo palestino, pero también se podía encontrar el apoyo a Sendero Luminoso, “heroíco grupo de avanzada” en la lucha de los “hermanos del Tercer Mundo” contra el capitalismo. Hubo en 1992 una huelga de los estudiantes de maestría y doctorado que enseñábamos clases: queríamos que se nos reconociera el derecho a formar un sindicato, pues no sólo éramos estudiantes sino trabajadores. No enseñamos durante dos semanas, y hacíamos piquetes de huelga en torno al campus a lo largo del día. Lo nuestro no tenía la grandilocuencia de las causas de los sesenta, pero estábamos seguros de que pedíamos lo justo y confiábamos en que una universidad progresista como Berkeley nos daría la razón. Nos equivocábamos: el rector tomó una línea dura, y el movimiento fue destazado. Debimos volver a clases para la semana de exámenes, humillados: si no lo hacíamos, perderíamos nuestras becas. Muchos estudiantes del doctorado terminaron dejando la universidad.

Así como los que enarbolaban la bandera de Sendero Luminoso no aprendían de las ingenuidades cometidas por los intelectuales y estudiantes de mayo del 68 en su lucha contra el capitalismo –su elogio sin reservas al “camarada Mao”, por ejemplo--, nosotros parecíamos no haber aprendido que las protestas en Berkeley habían terminado con la derrota del movimiento estudiantil en 1969, cuando Ronald Reagan, entonces gobernador de California, decidió mandar a la Guardia Nacional a enfrentarse con los estudiantes en People’s Park. El Che había muerto, los tanques rusos habían entrado a Checoslovaquia, y en América Latina las fuerzas de la derecha se preparaban para asaltar el poder y responder violentamente al avance del comunismo y de los ideales de la contracultura. Hubo, todavía, algunos escarceos triunfales de la izquierda (la victoria de Allende en Chile), pero, en general, los setenta fueron la década de la reafirmación del orden establecido.

A mediados de los noventa, con el retorno de la democracia, los jóvenes de la clase media ya nos habíamos adaptado rápidamente al modelo neoliberal. Habíamos llegado a la conclusión de que los movimientos de cambio social estaban destinados al fracaso, y que la utopía de una sociedad igualitaria era eso, una utopía. Fuimos, entonces, irónicos, distantes, escépticos. Se podrían haber sacado otras conclusiones de lo que ocurrió en los 60, como que resultaba más digno soñar en grande y fracasar que alcanzar el éxito a costa de suprimir cualquier riesgo. No hay que desconocer que las luchas de los 60 -que van más allá del mayo francés, por supuesto- permitieron grandes avances en materia de derechos civiles, aunque el capitalismo salió fortalecido.

En 2001 volví a Berkeley como profesor. Descubrí que, en una de las bibliotecas, la universidad había abierto el café Free Speech Movement. Era raro, pedir un capuchino en un café empapelado por fotos de Mario Savio y los otros líderes estudiantiles de los sesenta. Se podía comprar postales y fotos de las protestas. Una vez más, el poder establecido había absorbido a la oposición. Los años sesenta se van convirtiendo en un parque temático: es la forma en que el capitalismo de hoy incorpora la historia a su catálogo en exposición.

(Reportajes, La Tercera, 27 de abril 2008)

Thursday, April 24, 2008


SEIS AÑOS DE ETIQUETA NEGRA

Hace algunos años, recibí un correo electrónico de un amigo peruano, Julio Villanueva Chang, para proponerme que escribiera un artículo para el tercer número de una revista llamada Etiqueta Negra, que acababa de lanzar en el Perú. Escribí el texto y se lo envié; días después, recibí la respuesta: Julio me volvía a enviar el texto, pero ahora con el orden de los párrafos cambiado y con sugerencias para mejorarlo. Yo vivía en los Estados Unidos y estaba acostumbrado a trabajar con editores minuciosos; mi sorpresa, ahora, era toparme con uno de ellos en América Latina. Entusiasmado, revisé el texto durante toda la noche y se lo envié a Julio. Al rato, recibí un correo con la noticia de que todo estaba aprobado. 

En sus seis años de vida, Etiqueta Negra acaba se ha convertido en parte fundamental de un grupo de primer nivel de revista culturales en América Latina. Etiqueta Negra nació del encuentro entre Villanueva Chang y dos empresarios emprendedores, los hermanos Huberth y Gerson Jara. Los hermanos Jara, dueños de una pequeña imprenta en un barrio popular de Lima, estaban interesados en editar una revista que llegara al mundo de gente como ellos, los “emprendedores que buscan algo más que sólo ganar dinero”. Alguien les habló de Julio, que acababa de dejar su trabajo como periodista en El Comercio y quería ser un reportero viajero (había escrito tres reportajes para la revista Gatopardo y decidido que lo suyo era el periodismo más de revista que de diario). Después de una reunión en el café Haití, y de que Julio los llevara a su casa para mostrarles la habitación en la que guardaba, ordenados meticulosamente, todos los ejemplares de las revistas que coleccionaba (Esquire, The New Yorker, Vanity Fair…), se dieron cuenta de que el proyecto de Julio no iba con el de ellos. Y sin embargo, tuvieron el olfato para reconocer que el sueño de Julio –“imaginar la mejor revista de tu vida”, en palabras de Toño Angulo Daneri, otro de los periodistas que se embarcó en la aventura—tenía mucho valor, y decidieron apostar por él.

Para que se entienda la inmensidad de lo logrado hay que subrayar que la inversión de los hermanos Jara fue de apenas veinticinco mil dólares. Con esa suma, no daba para tener un plantel editorial: había varios colaboradores, pero durante los primeros cinco números el único dedicado en pleno a la revista era Julio. En medio del tabaco y el vino, las reuniones se llevaban a cabo en la sala de su casa. Ese trabajo artesanal, unido al poder de convicción de Julio, que logró que escritores de primer nivel –John Lee Anderson, Fernando Savater, Carlos Monsiváis, Juan Villoro— hicieran suyo el proyecto y colaboraran sin recibir nada a cambio, le dio su sello a la revista. 

La fórmula de Etiqueta Negra permaneció inalterable durante los primeros cinco años: diseño elegante, unidad temática para cada número (dinero, sexo, comida, fútbol, etc), y crónicasextensas de grandes firmas. Semejante ambición hizo que los primeros años Etiqueta Negra sobreviviera a duras penas: el mercado para esta revista en el Perú no pasaba de los cinco mil ejemplares, y no hubo suerte en todos los intentos que hubo por internacionalizarla. Y sin embargo, como recuerda Daniel Titinger, nuevo director editorial de la revista: “con Etiqueta Negra sucede algo muy extraño: los clientes empezaron a apoyarnos con sus avisos sin ser la revista comercial. Incluso, a veces, hemos estado reñidos con lo comercial, haciendo todo lo contrario a lo que un cliente pediría. No somos una revista para mujeres amas de casa, ni para hombres solos, ni de sociedad, ni de deportes, ni de estilos de vida, no teníamos un nicho fijo: y nos apoyaron y nos apoyan”. 

El año pasado Julio y Toño dejaron la revista en manos de Daniel, que ya colaboraba con ellos. Etiqueta Negra ha sido rediseñada, con el resultado de que es otra, pero es la misma. Se mantienen la unidad temática y la ambición por publicar crónicas y ensayos de primer nivel –en el número de enero de este año, el último que tengo en mis manos, el tema son “Las ciudades invisibles” y hay grandes reportajes de Álvaro Bisama sobre las apariciones de la virgen en Valparaíso y de Alex Ayala sobre Vallegrande, la ciudad en la que murió el Che--, se añaden secciones cortas que le dan más agilidad a la lectura, un cuento inédito (Fresán, Fuguet, Vila-Matas...; Diego Salazar es el editor de ficción), y la última página pertenece al humorista argentino Liniers. 

Etiqueta Negra es, a la vez, periodismo y literatura. Nombres importantes de la actual crónica latinoamericana publican en la revista: Gabriela Wiener, Juan Pablo Meneses, Leila Guerriero, Josefina Licitra. Los libros recientes de cronistas de la órbita de Etiqueta Negra –Marco Avilés, Juan Manuel Robles, el mismo Titinger— muestran de manera contundente que la revista ha hecho escuela. Por ahí andan también los libros de otros miembros del núcleo duro de la revista (Toño Angulo, Sergio Vilela, Daniel Alarcón). Lo único que falta es que Etiqueta Negra pueda superar los habituales compartimientos estancos que limitan el flujo de los productos culturales del continente, y encontrarse en librerías y quioscos más allá de Lima. Mientras tanto, por lo menos para los últimos números, nos queda la red.

Monday, April 21, 2008


AMARILLO, DE FÉLIX ROMEO

Conocí a Félix Romeo hace diez años, en un congreso organizado por la editorial Lengua de Trapo en la Casa de América en Madrid. Me sorprendió lo cariñoso que era a pesar de su facha de bouncer de discoteca. Defendía sus ideas con pasión, y era capaz, literalmente, de bajar al ruedo por ellas: en una de las mesas, como no llegaba a un acuerdo con alguien del público, Félix saltó sobre la mesa y en un segundo se le encaró al impertinente. Los guardias de seguridad tuvieron que intervenir para evitar los golpes. En mi larga carrera de congresos y ferias del libro, era la primera (y hasta ahora, única) vez que veía a un escritor dispuesto a ir más allá de las palabras por un argumento.

Félix escribió un par de novelas publicadas por Anagrama y luego, si bien siguió animando la vida literaria española, dejó de publicar libros. El año pasado me anunció que pronto publicaría un texto “menor”, dedicado a rememorar a un amigo que se suicidó cuando vivía con él en Barcelona, quince años atrás. Ahora que he leído ese libro, Amarillo (Plot, 2008), descubro la modestia de Félix: el libro es breve, pero no menor. Chusé Izuel es el amigo que se suicidó por una pena de amor. Chusé era un escritor y crítico con mucha proyección; cuando mostraba su amargura ante ese amor que lo había abandonado, Félix, al igual que Bizén (el otro amigo que vivía con ellos), pensaba que Chusé exageraba, que algún día despertaría de ese dolor y volvería a la normalidad. Pero Chusé no despertó, y Félix debió quedarse a lidiar con el fantasma de la culpa.

Félix no intenta escribir una biografía de Chusé. En realidad, Félix no intenta muchas cosas, y ésa es su salvación y la grandeza de este libro. Las frases cortas, el tono lacónico, nos hablan de la difícil lucha con la pérdida, y de cómo el ser humano es un misterio. Las respuestas fáciles están excluidas, y en la escritura, Félix no hace más que apilar preguntas. Félix recuerda, pero es más lo que no recuerda. Félix sabe, pero es más lo que no sabe. Y así, a través de esos silencios, escribe una de las mejores elegías que he leído a la muerte de un amigo. A la muerte de alguien. A la pérdida. Varias veces, mientras leía el libro, pensé en Manrique, en las Coplas por la muerte de su padre

Monday, April 14, 2008


SEMANA PIGLIA EN MADRID

La Semana Piglia organizada por Casa de América (desde hoy hasta el viernes) es una buena ocasión para renovar las lecturas que despierta la obra del escritor argentino. Estarán críticos (Speranza, Echevarría, Becerra, Masoliver Rodenas) y escritores (Pauls, De Santis, Figueras, Prado, Carrión, Vásquez, Villoro). Con la publicación de El lugar de Piglia, la antología de ensayos sobre la obra del escritor argentino que ha coordinado Jorge Carrión, se puede concluir con confianza: Piglia ya pertenece al canon (aunque, claro, esa palabrita huela a cosas decimonónicas, a literatura sacralizada en los archivos, y no tenga mucho que ver con la actualidad de los libros de Piglia). 

Habrá mesas sobre la novela paranoica, sobre la relación de Piglia con el cine, el cuento y los comics, y sobre la más importante contribución de Piglia a nuestra literatura: la idea de que se puede hacer crítica desde la ficción. Todos los que hemos leído Respiración artificial sabemos que la novela y el ensayo no tienen por qué estar reñidos. 

Así que, nos vemos esta tarde en Casa de América. 

Dos textos míos relacionados sobre Piglia: uno, ya que estamos con el tema de la novela paranoica, este párrafo de un artículo más largo: 

Otra versión del criptoanalista se puede encontrar en Respiración artificial (1980), la novela de Ricardo Piglia en la que hace su aparición tangencial Arocena, el censor del gobierno que lee las cartas de supuestos opositores en busca del “mensaje cifrado… debajo de lo escrito, encerrado entre las letras, como un discurso del que sólo pudieran oírse fragmentos, frases aisladas, palabras sueltas en un idioma incomprensible, a paritr del cual había que reconstruir el sentido”. Los criptoanalistas son, como Arocena, lectores paranoicos, gente que cree que los textos, las imágenes, el mundo se hallan sobresaturados de mensajes secretos a la espera de sus descifradores. “Toda información parece simple ruido hasta que uno descubre el código”, dice un personaje de Neal Stephenson –ese magnífico Pynchon para la generación cyberpunk— en su novela Snow Crash. Con la esperanza de descubrir el código, muchos criptoanalistas han terminado en el delirio, perdiendo sus facultades mentales: aparte de Friedman, el ejemplo más obvio es el inglés Albert Turing, quien, para desarticular Enigma --la poderosa máquina que los nazis utilizaban para cifrar sus mensajes--, terminó inventando el prototipo de la computadora. Si Piglia recuperara a Arocena para una futura novela, lo más probable sería encontrarlo recluido en un manicomio, buscando en las blancas paredes de su habitación los secretos de la escritura secreta. (El artículo completo se puede encontrar aquí).

Otro, una reseña de El último lector.


Friday, April 11, 2008


FOGWILL

La literatura argentina produce tantos escritores excéntricos que esa excentricidad se ha convertido en una parte central del corpus literario. Si algunos piensan en César Aira como el eje articulador de un tipo de escritura “rara”, otros pensamos, mejor, en Rodolfo Enrique Fogwill, conocido como Fogwill a secas (“Yo quería ocupar un lugar tipo Sócrates o Hegel. ¿Quién dice Guillermo Federico Hegel?”).

Fogwill ha escrito: “El arte de la novela, que parece, complejo, resulta, si se lo observa desde lejos, una sencilla combinatoria. Está la historia, están la silla y la mesita de novelar, y sobreviene la intención de combinar algunas citas bajo palabreriles velos”. Todo, así, se presenta fácil. Y sin embargo, en Fogwill, lo que muchas veces hacen las palabras es ocultar “lo que ha debido suceder detrás”. Uno debe trabajar por indirección, leer a contrapelo, descubrir qué es lo que no se dice detrás de lo que se dice. Por ejemplo, en esa historia de viajes para visitar a una madre que es Sobre el arte de la novela, el narrador termina así: “…yo había salido sin documentos y no quería estar en la vereda ni a bordo del Peugeot, porque aquí sigue siendo peligroso andar por la calle sin documentos de identidad”. Este texto, escrito a principios de los 80, remite al período de la dictadura argentina. Esa dictadura es, aquí, aquello que no se narra pero que, a la vez, gracias al “arte de la novela”, se halla muy presente.

Fogwill ha escrito la gran novela sobre la guerra de las Malvinas (Los pichiciegos), y ha narrado mejor que nadie los desajustes de la Argentina neoliberal (La experiencia sensible). También ha sido uno de los escritores que ha podido enfrentarse a Borges y salir indemne, en Help a él, una novela corta que reimagina a la Beatriz Viterbo de “El Aleph”, pero en clave sexualizada y de alucinación por las drogas. Si en Borges no aparecen esos elementos de la “experiencia sensible” –el sexo, las drogas— Fogwill se atreve a ayudarlo a llenar los huecos (Help a él puede leerse como Help a Borges). De hecho, toda la obra de Fogwill puede entenderse como un intento de llenar los huecos: Fogwill ha sugerido que el uso corriente del lenguaje produce “artificios prefabricados”, lugares comunes que son “vacíos”; el escritor debería ir contra el artificio, contra el lugar común, y llenar ese vacío. 

Thursday, April 10, 2008

ASTRO BOY

Quise mostrarle a Gabriel (mi hijo mayor, de siete años) algo de lo que veía durante mi adolescencia temprana, y descargué los cincuenta y un episodios de Astro Boy. Al final, me volví a enganchar: me había olvidado del humor de Tezuka, y no sabía que las aventuras del robot niño en su lucha contra Atlas tenían mucho que decirle a un adulto. Astro Boy fue creado como manga en 1952, reapareció como serie de televisión en blanco y negro durante la década del sesenta, y fue rediseñada por Tezuka en los años ochenta, a colores. Dicen que la versión en blanco y negro es la mejor; yo ví la de los ochenta. Los dibujos son algo primitivos, los personajes esquemáticos, pero la visión de Tezuka de un mundo en que los robots coexisten con los seres humanos está llena de matices y guiños que la hacen cada vez más actual.

Saturday, April 05, 2008


KAFKA Y PRAGA

En lo que Praga no ha cambiado es en la forma insistente en la que reclama a Kafka como parte imprescindible de la ciudad. Acaso no hay ciudad tan marcada como Praga por la impronta de un escritor, a pesar de que Kafka no haya ambientado nada específicamente en Praga (aunque, claro, muchas de sus descripciones tienen a Praga como punto de partida). Curiosa paradoja, la de un lugar en la que su hijo más importante apenas pudo publicar en vida, que reprimió sus libros en las décadas heladas del comunismo, y que hoy lo vende en postales, camisetas, afiches, pins. ¿Qué diría al respecto el hombre que escribió como pocos acerca de la alienación de la vida moderna?

En cualquier kiosco de la ciudad se puede conseguir un mapa de la Praga de Kafka. Lo cierto, sin embargo, es que como no hay calle, avenida o barrio que no remita de alguna manera al escritor checo, uno puede ponerse a caminar por la ciudad sin mapa alguno e igual llegará a toparse con algún mojón histórico kafkiano. Yo llegué por accidente a la calle de la Torre, en la plaza Franz Kafka, número 5/27, lugar donde nació el escritor en 1883. 

Del mapa pueden seleccionarse ciertos lugares: la calle de los Alquimistas, número 22, en los dominios del castillo de Hradcany, donde Kafka escribió algunos de sus cuentos más importantes (entre ellos “La gran muralla china”); Na Poricz 7/1075, donde se encontraba la compañía de seguros en la que trabajó Kafka; el parque Chotek, favorito del escritor; Malé Namesti 2/3, donde Kafka vivió durante su infancia y desde donde salía rumbo al colegio; Pariszka 36/883, donde Kafka vivió en su juventud y donde escribió “La metamorfosis”; Bilkova 10/868, donde escribió El proceso; Skorepa 1/27, casa en la que vivía Max Brod y Kafka conoció a Felice Bauer; el cementerio de Strasnice, donde se encuentra la tumba de Kafka. Y por supuesto, el renovado museo Kafka, al que se llega cruzando el puente de San Carlos, rumbo a Hradcany. Allí hoy se encuentra montada una sofisticada y vanguardista instalación que representa en detalle el mundo laberíntico, burocrático, carcelario, del escritor muerto de tuberculosis en 1924.

En la calle Vodickova, número 44, se encontraba el cabaret Lucerna, al que Kafka solía asistir junto a Max Brod y otros artistas. A principios del siglo XX, había llegado a Praga ese nuevo tipo de entretenimiento llamado “cabaret”; el Lucerna ofrecía actuaciones de los artistas checos y extranjeros del momento. Signos de degradación por todas partes: lo que hoy se entiende por “cabaret” en Praga no es lo que se entendía en tiempos de Kafka. ¿qué hubiera dicho el escritor checo de tener la oportunidad de conocer lugares como el Darling o el Atlas? De seguro no habría habido un juicio moral sumario, pero sí, quizás, una gran oportunidad para convertir una faceta prosaica de la vida moderna en una gran parábola sobre la condición humana. 

Tuesday, April 01, 2008


CRÓNICA DE UN VIAJE A PRAGA (I)

Hace una década y media, cuando aún no existía el euro y viajar por tren a través de Europa era una suerte de ritual de paso de los estudiantes en las universidades norteamericanas, me compré un Eurailpass y emprendí un vaje de dos meses que partía en Amsterdam y terminaba en Londres. Con el tiempo, las ciudades europeas y las experiencias de esos días —la Expo de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona— fueron fundiéndose y entremezclándose; sin embargo, hubo una ciudad que mantuvo su originalidad: Praga. Había algo de cuento de hadas sombrío en esa ciudad con el Castillo presidencial de Hradcany recortado en el fondo del paisaje y las casas de fachadas heráldicas con torres apuntando al cielo.

Fue por eso que decidí volver a Praga. Se trataba de viajar al pasado con la esperanza de que éste permaneciera intacto, aunque acompañado por la sensación inevitable e inquietante de que, al formar parte de la Comunidad Europea, la capital de la República Checa habría, sin duda, perdido buena parte de su originalidad. ¿Qué quedaría de la Praga espectral que el gran Franz Kafka consideraba su “prisión”, y de aquella en que Gustav Meyrink había ambientado el Golem, ese ser que “a veces vaga por las calles para difundir el horror entre los hombres”?

Praga se ha modernizado, pero no lo suficiente para perder su romanticismo. La ciudad a orillas del río Moldova tiene puentes nuevos que lo cruzan, aunque ha dejado sin tocar, a manera de reclamo turístico, el puente de piedra de San Carlos, donde uno puede encontrar a vendedores de cuadros típicos de Praga, reproducciones de Mucha –ese gran artista del art nouveau—y baratijas; los turistas se agolpan frente a los retratistas que ofrecen dibujar tu retrato por unas cuantas coronas. En diciembre, en las casetas de la plaza principal, y en las que se hallan en torno a las calles peatonales de Mala Strana, los vendedores ofrecen nacimientos navideños, collares y aretes y pulseras con cristal de Bohemia, matrioshkas rusas, títeres y marionetas por doquier, y también se hallan los puestos de comida checa, que no se distingue mucho por su originalidad pues se trata de una mezcla de las cocinas de países aledaños: aquí son especialidades locales la salchicha alemana con chucrut y el goulash húngaro. Comida contundente, muy grasosa, con poca sofisticación. Lo único verdaderamente checo es el pato al horno.

Todavía no ha llegado Starbucks a Praga, pero sí varias cadenas de cafés italianos (Lavazza, Illy). En cuanto a comida rápida, los checos parecen tener una predilección por Kentucky Chicken (está por todas partes, y siempre anda lleno). Abundan las casas de cambio y los bares irlandeses, que ofrecen sin descanso partidos de fútbol de todas las ligas (y en los que hay cerveza de todas partes del mundo y posters con conocidas beldades checas: Petra Nemcova, Eva Herzigova).