Sunday, September 24, 2006


LA EXTRAÑA MÚSICA DE HARUKI MURAKAMI

Hace más de diez años compré en Berkeley Hard Boiled Wonderland and the End of the World, una novela de Haruki Murakami, un escritor japonés que nadie me había recomendado. Confieso que me llamó la atención la contratapa, que prometía un texto post-moderno, una suerte de cruce entre Philip Dick y Raymond Chandler. No logré leer más de diez páginas. Decidí que Murakami era demasiado posmo para mi gusto, mucho artificio y poca sustancia.
Cuán equivocado estaba. Había pasado ante la Revelación y no me había dado cuenta de ello. Tuve, por suerte, oportunidad de expiar mi pecado. Dos años atrás, en un momento difícil en mi vida, llegaron a mis manos un par de novelas cortas de Murakami, Sputnik Sweetheart y Norwegian Wood, y descubrí que este japonés era en verdad una rara avis: alguien que escribía textos posmo capaces de conmover. De Sputnik todavía me persigue la imagen de la mujer con el pelo blanco en el parque de diversiones, y Norwegian Wood es un libro que todo escritor debería tener en su mesa de noche para aprender a construir personajes femeninos convincentes.
Hoy Murakami ya no necesita de presentaciones. Su nombre pertenece a esa exclusiva constelación de autores tan respetados por los críticos como por sus lectores. Norwegian Wood produjo en el Japón un fenómeno de masas que, salvando las distancias, puede compararse sin exageraciones con lo ocurrido en la Europa de Goethe con Werther. Sus libros son traducidos a más de veinte idiomas y se encuentran tanto en librerías de prestigio como en tiendas de aeropuertos. Cada nuevo cuento de Murakami es un acontecimiento, pues lo publica el New Yorker (esta revista sólo trata así a dos autores más: Alice Munro y William Trevor). “Murakamiano” sería un adjetivo más utilizado si no fuera que suena tan mal.
¿Cómo definir el universo de Murakami? La reciente aparición en los Estados Unidos de su nuevo libro de cuentos (Blind Willow, Sleeping Woman) y el DVD de una película basada en uno de los cuentos de este libro (“Tony Takitani”) nos proporciona algunas pistas para entender a este autor imprescindible. En principio, Murakami escribe fábulas contemporáneas, relatos que al mostrarnos la extravagancia de la vida cotidiana muestran los límites de la ficción realista. Lo que dice un narrador al final del cuento “Blind Willow, Sleeping Woman” puede servir como motivo central de toda la obra: “Durante algunos segundos me sentí en un lugar extraño y poco iluminado, donde las cosas que podía ver no existían y donde lo invisible sí existía” (la traducción es mía).
Es esa frontera entre lo real invisible y lo irreal existente la que Murakami se encarga de minar en cada uno de sus cuentos y novelas. El cuento “Hanalei Bay”, por ejemplo, comienza con una frase impactante: “Sachi perdió a su hijo de diecinueve años cuando un tiburón enorme lo atacó mientras surfeaba en la bahía de Hanalei”. Sachi viaja de Tokio a Honolulu a identificar los restos de su hijo en la morgue, la pierna derecha destrozada por el ataque del tiburón. Una vez allí, se dirige a la bahía de Hanalei a conocer el lugar donde su hijo perdió la vida. Habla con surfistas que eran amigos de su hijo, pasea por la bahía, etc. El lugar la fascina tanto que comienza a hacer un peregrinaje anual a Hanalei. Es en una de sus visitas que ocurre el “hecho Murakami”: Sachi se pone a charlar en un restaurant con dos surfistas. Uno de ellos le pregunta si había visto alguna vez al surfista japonés con una sola pierna. ¿Cómo? “Sólo lo vimos dos veces”, dice el surfista. “Estaba en la playa, mirándonos… Cuando salimos del agua, ya había desaparecido. Queríamos hablar con él y lo buscamos, pero no lo encontramos en ninguna parte. Debía tener nuestra edad”.
¿Ocurrió o no? ¿Era otra persona o un fantasma? El cuento no explica nada. Sachi se pasa varios días en la playa buscando al surfista con una sola pierna, preguntando a la gente si lo habían visto. Piensa que es injusto que no se le haya aparecido a ella, como si no estuviera preparada para ello. Al final, decide que, justas o injustas, Sachi debe aceptar las “cosas de esa isla tal como eran”. En el mundo de Murakami ocurren constantemente hechos extraños, que desafían los poderes de percepción y lógica de los personajes; la sabiduría consiste en tomar las cosas como vienen, aceptarlas en toda su extrañeza.
Tony Takitani, la película de Jun Ichikawa, es fiel al cuento (algunos dirán: demasiado fiel). Tony (Issey Ogata) es un ilustrador contento con su vida solitaria hasta que conoce a una mujer (Rie Miyazawa) de la que se enamora. Tony se casa y luego descubre que su mujer tiene un pequeño gran problema: es adicta a comprar ropa. El estilo de Ichikawa, austero, minimalista, capaz de mostrarnos una Tokio íntima (sin las luces de neón y las multitudes a que otras películas nos tienen acostumbradas), es ideal para capturar el gran logro de Murakami en este cuento: narrarnos una fábula sobre una de las obsesiones del mundo contemporáneo –el deseo de comprar cosas para “rellenar lo que nos falta en nosotros”—sin hacer que el mensaje sea obvio o explícito.
Ése es el gran secreto del arte de Murakami: en su mundo ocurren cosas extrañas –“surreales” es la palabra favorita de los críticos--, pero lo hacen sin llamar la atención sobre sí mismas, como si fueran lo más normal, una consecuencia lógica de lo que se ha venido narrando. Cada frase de Murakami, cada párrafo, es muy simple, pero el resultado no lo es. Aquí el todo es siempre mucho más que la suma de las partes.

Tuesday, September 12, 2006


CARLOS MONSIVÁIS: POSTALES MEXICANAS

Hace un par de años en la feria del libro de Miami, asistí a un feroz debate entre Mario Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner y Carlos Monsiváis. El intercambio de ideas llevó a una clara polarización: en una esquina, Vargas Llosa y Montaner; en la otra, Monsiváis. Pese a ser superado numéricamente, el intelectual mexicano se defendió con humor y lucidez; sus ataques al ALCA no tuvieron desperdicio. Todo el público quedó convencido de la ortodoxia izquierdista de Monsiváis.
Esa misma noche, en la cena en homenaje a los participantes del debate, tuve la oportunidad de sentarme a su lado. De inmediato, Monsiváis me contó que Evo Morales había visitado México hacía poco, y que lo habían escandalizado los aplausos de la intelectualidad de izquierda cuando el líder indígena boliviano habló de llevar a la cultura occidental “al paredón de fusilamiento”. Ahí me quedó claro que Monsiváis era un izquierdista peculiar: nada ortodoxo, capaz de ser crítico con la misma izquierda cuando era necesario. Otro ejemplo más actual: su ferviente apoyo a la candidatura presidencial de Lopez Obrador, su convicción de que en las elecciones mexicanas hubo fraude y de que la protesta es justa y necesaria, no ha evitado que atacara en un carta pública los métodos elegidos por Lopez Obrador para la protesta: “el bloqueo… es un hecho de insensibilidad profunda que lastima una causa que es de muchísimos”.
Carlos Monsiváis, reciente ganador del premio Juan Rulfo, es un intelectual tan conocido por el público que ha aparecido en más de una tira cómica (ya en 1995, el periódico La Jornada llamó a esto “monsimanía”). Nacido en 1938 en el seno de una familia protestante en el México católico, se estrenó como periodista en 1954 –año en que también aparece el primer libro de Carlos Fuentes--, con una crónica sobre una manifestación política en la que habían participado Frida Kahlo y Diego Rivera. Con más de cincuenta años de participación continua en la esfera pública, Monsiváis ha sido uno de los que más ha hecho por mantener la elevada calidad del género de la crónica en la tradición latinoamericana (una tradición que tiene su punto elevado con los modernistas de fines del siglo XIX). Lo suyo, claro, es más bien “nueva crónica”, pues dialoga activamente con el “nuevo periodismo” de los Estados Unidos (Tom Wolfe, Hunter Thompson), con su estilo de no oponer la crónica a la ficción (la crónica también participa de la ficción, de la imaginación). Entre sus libros más importantes de crónicas se encuentran Amor perdido (1977), Escenas de pudor y liviandad (1981) y Los rituales del caos (1995).
Monsiváis es un creador prolífico, de admirable versatilidad temática: sus textos van desde el análisis de la alta calidad literaria presente en la obra de Salvador Novo hasta la importancia del bolero y la telenovela como formas culturales imprescindibles para entender el siglo veinte mexicano, pasando por los ritos melodramáticos relacionados con la Virgen de Guadalupe. Después de Borges, es el que más ha hecho por convertir al prólogo en un género literario.
Monsiváis es un agudo observador de la vida política; de hecho, su fama comienza con sus crónicas sobre la masacre de Tlatelolco en 1968, recogidas en su libro Días de guardar (1970): “En el féretro el hijo único, victimado dos días antes en el Casco de Santo Tomás, al adueñarse el ejército de las escuelas del Politécnico. No, ella no ha acumulado reproches, ni maldiciones, ni injurias. Avanza y va demostrando, con desplazamientos irrevocables y exactos, la torpeza de la estatuaria cívica. Ella camina y su paso lo preside todo, restaura proporciones que el caos había olvidado. Sus brazos en alto concluyen en la V. Un concepto del luto y de la pérdida se está enterrando ahora”. Se puede decir que, en Tlatelolco, la izquierda mexicana encuentra su voz en los textos de Monsiváis y Elena Poniatowska.
A través de las crónicas de Monsiváis se puede seguir el crecimiento desaforado de la ciudad de México. Como dice John Kraniuskas, el tema constante es el de la “creatividad de la cultura popular en un contexto de urbanización acelerada y precariedad económica”. La identidad mexicana no se forma en la escuela sino a través de la industria cultural; la radio, el cine, la música popular, la televisión ofrecen modelos de conducta para ser sacralizados (el pelado, el macho, Cantinflas): Monsiváis señala que entre 1930 y 1950, gracias a la radio, “se va precisando el nuevo personaje o nueva categoría social, el Ama de Casa, el primero y el más firme de los auditorios cautivos… la criatura de la domesticidad y los detergentes que llora, ríe o se pasma a petición del melodrama y de las sugerencias como órdenes del locutor”.
El melodrama ayuda a unificar la sociedad, su sentimentalismo amortigua la transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. En Monsiváis no hay nostalgia ante aquello que se pierde; hay más bien crítica ante la forma regocijada en que la gente se integra a la sociedad de consumo capitalista, y una mirada dispuesta a sorprenderse ante las nuevas formas que tomará la creatividad popular.
Kraniuskas también sugiere que todo se desplaza en los textos de Monsiváis: el cronista deambula por la ciudad; la cultura alta se disemina a través de la cultura de masas (la poesía modernista se refugia en los boleros); lo religioso impregna lo secular (el vocabulario sacro es central en las canciones de Luis Miguel). Las crónicas y ensayos de Monsiváis, obsesivamente centrados en México, también sirven para entender a América Latina —de hecho, el año 2000 ganó el premio Anagrama de ensayo con Aires de familia, un análisis de la cultura y sociedad latinoamericana--. Con todo, lo cierto es que en Monsiváis se encuentra una paradoja necesaria: por más que lo suyo sea el desplazamiento continuo, él es principalmente el privilegiado cronista de un espacio único, la ciudad de México.