Wednesday, March 28, 2007



BRYCE

El 19 de enero de 1996, el académico español Ángel Esteban publicó en el periódico Ideal de Granada un ensayo titulado “Mi amigo Alfredo Bryce Echenique”. El texto, desbordante en elogios, hablaba de cómo Esteban consideraba al amigo como “la única arma contra el egoísmo, el desánimo o la simple necesidad de realizarse en el otro”; Esteban terminaba contando cómo había llegado a conocer a Bryce, y cómo había salido de la casa del peruano “con la seguridad de haber ganado un amigo más, de los de verdad”.
El texto volvió a ser publicado en La Nación de Buenos Aires, el 29 de diciembre de 1996, y en Somos (revista de El Comercio peruano) el 12 de abril de 1997. Había ligeras modificaciones, pero en general era el mismo, con frases como ésa de que el amigo es “la única arma contra el egoísmo, el desánimo o la simple necesidad de realizarse en el otro”. Ahora, sin embargo, el ensayo se titulaba “Amistad, bendito tesoro”, y… estaba firmado por Alfredo Bryce Echenique.
Está claro que no se trata de un experimento a lo Pierre Menard. A este texto, el más antiguo de la serie, se suman otras siete acusaciones de artículos recientes que habrían sido plagiados por Bryce, a autores que muy pocos conocían hasta hoy. Las pruebas son contundentes. Todo, por lo pronto, parece inexcusable. Aun así, los que admiramos a Bryce esperamos una explicación, una aclaración, unas disculpas, la asunción de la falta, algo más que el portazo con que Bryce ha respondido a todo esto, la simple respuesta de que una torpe secretaria que se equivocó de carpetas es la responsable de todo, y que por ello Bryce sólo asume como culpa suya la “falta de control al hacerse esos envíos”.
Esteban nos cuenta que, gracias a la generosidad de Bryce, se fue de la casa del autor peruano con varios libros suyos, entre ellos los Cuentos Completos y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Cuando pase el escándalo, yo me quedaré con el Bryce de Un mundo para Julius. Ojalá pueda quedarme también, para bien o para mal, con algunas certezas en torno a lo ocurrido. Bryce tiene la palabra.

Sunday, March 25, 2007


DON DE LILLO, EL POETA DE LA PARANOIA

A pesar de que, como dijo Borges, es muy difícil conocer quiénes de nuestros escritores contemporáneos valen porque el tiempo todavía no ha ha hecho su antología, está claro que Don DeLillo es uno de esos clásicos instantáneos que algún día servirá de guía para los futuros lectores que quieran entender el tiempo confuso en que nos tocó vivir. DeLillo ha escrito tres novelas con garantía de permanencia: Ruido de fondo (1985), acerca de un profesor que estudia a Hitler y de un derrame de gases tóxicos en una pequeña ciudad universitaria: Libra (1988), una polémica ficcionalización de la vida de Lee Harvey Oswald y de la supuesta conspiración que acabó con Kennedy; y Submundo (1997), una vasta exploración del vacío moral subterráneo dejado en la sociedad norteamericana por la guerra fría. En cada uno de estos casos, la novela es, para DeLillo, “el escape a través del sueño, la suspensión de la realidad que necesita la historia para escapar de su brutal confinamiento”.
DeLillo nació en el Bronx en 1936. Descubrió la literatura a los dieciocho, leyendo a Faulkner. Poco después, con Joyce, descubriría que cada palabra tiene su propia historia, y que la tarea del escritor era encontrar el lenguaje que le sirviera para combatir las pesadillas de la historia. Después de estudiar Comunicación en la universidad de Fordham, DeLillo se dedicó durante cinco años a escribir slogans para una agencia publicitaria. Mientras lo hacía, iba formando una visión del mundo que le debe más al cine europeo del período –Godard, Fellini--, al jazz, al Expresionismo Abstracto de Rauschenberg y Pollock, que a otros escritores. Hacia 1966, ya estaba listo para asumirse como escritor en serio y embarcarse en su primera novela, Americana, que le tomó cuatro años y fue publicada en 1970. El título ya indicaba la desmesurada ambición de DeLillo: tomar como tema literario toda la cultura, toda la historia de ese país-continente que es los Estados Unidos.
White Noise (Ruido de fondo, Seix Barral) es una de esas novelas totales. Aquí, DeLillo escribe una tragicomedia posmo sobre la sociedad norteamericana contemporánea, dominada por el “ruido de fondo”, anestésico, de la cultura popular y saturada por el consumo (una de las mejores escenas transcurre en un supermercado). Jack Gladney estudia a Hitler, pero no tiene ninguna relación emocional con el jerarca nazi; Hitler es un tema académico más. En la novela, todo está mediado por el cine y la televisión: los personajes parecen estar viviendo “momentos televisivos”, y los turistas que visitan el granero más fotografiado del país para sacarle fotos, en realidad lo que quieren es sacarle fotos a los que le sacan fotos al granero. Cuando ocurre el desastre que obliga a Gladney, su familia y sus vecinos a evacuar la ciudad, la gente protesta porque el accidente no ha aparecido todavía en las cadenas nacionales de televisión. No hay cobertura televisiva, pero está el miedo a la muerte, lo único que en esta cultura parece ser auténtico y que influye en cada uno de los actos de Gladney a partir de la segunda parte de la novela.
El “poeta de la paranoia” (las palabras son de Martin Amis) vivió su infancia y adolescencia en la calle 182 del Bronx, a tres cuadras de la casa de Oswald (no lo llegó a conocer en persona). Hoy vive en Wetchester, Nueva York. Escribe siete horas al día, y está a punto de publicar una nueva novela, Falling Man, que gira en torno a la destrucción de las Torres Gemelas. Está casado hace treinta años y no tiene hijos. Es, junto a Pynchon y Salinger, uno de los tres escritores reclusos de los Estados Unidos, alguien que hace todo lo posible por mantener su privacidad y darle la espalda al circo mediático del que, hoy por hoy, ni siquiera los escritores escapan. Dice que se convirtió en escritor gracias a su denodado esfuerzo por “evitar un compromiso serio y responsible con cualquier otra cosa”.

Sunday, March 18, 2007


LOS CUADERNOS DE TENNESSEE WILLIAMS

En Pálido fuego, Nabokov inventa a Charles Kinbote, un crítico literario que se dedica a comentar de manera obsesiva un poema de 999 líneas. Las notas de Kinbote terminan por abrumar al poema y se convierten en la novela que estamos leyendo. Los juegos intertextuales y posmodernos de Nabokov han tenido muchos seguidores, pero está claro que no es necesario leerlo para inspirarse y hacer algo similar; es suficiente ver algunos de los excesos del mundo académico anglosajón, el privilegiado lugar que inspiró a Nabokov a parodiarlo en Pálido fuego. Por ejemplo, la edición anotada de los Notebooks de Tennessee Williams, que acaba de publicar Yale University Press.
La académica Margaret Bradham Thornton ha prologado este volumen y es responsable de las más de mil notas a los cuadernos de Williams. Williams, nacido en 1911, llevó un diario desde 1936 a 1981, dos años antes de su muerte. Lo que ha hecho Margaret Thornton es dedicar varios años a revisar con escrupuloso detalle los cuadernos de Williams y cotejarlos con la vida real. Así, por ejemplo, si el 18 de julio de 1949 Williams dice haber cenado en el restaurante romano Palsetos, una nota nos indicará que el dramaturgo estaba equivocado: el restaurante en realidad se llamaba Passato. Si el 19 de octubre de 1941 Williams paseó en bicicleta con su amigo Herbert Duclos, Thornton nos informará que Williams utilizará luego este apellido en la obra teatral Thank You, Kind Spirit. Sobra decir que algunas notas tienen valor pues ayudan a contextualizar la vida y obra del dramaturgo norteamericano más importante del siglo XX, pero que buena parte de ellas son sólo de interés para gente como Margaret Thornton.
En los Cuadernos de Williams el lector no encontrará muchos detalles agudos con respecto a la literatura de su autor, análisis de estructura dramática o estrategias narrativas. Son, sin embargo, muy importantes para entender la fuente compleja de la que emanaron obras como Cat on a Hot Tin Roof. Williams, hijo de un pastor sureño, entendía los diarios como un espacio de confesión donde podía revelar todas sus debilidades, miedos, ansiedades. Así, nos enteramos de la “náusea espiritual” que sintió con sus primeras experiencias homosexuales a finales de la década del treinta; como dice Edmund White en el New York Times, el diario de Williams muestra cómo “la opresión del pasado quebró a los oprimidos”, cómo ser gay se vivía con un enorme sentimiento de culpa, como una condena.
En todo caso, a mediados de los cuarenta esa culpa, esa condena están asumidas. En los años cuarenta, Williams se dedicará al sexo de manera “promiscua”: “No parece hacerme daño físicamente. No viola mi corazón, de verdad que no, porque el sexo es tan sólo como hacer ejercicio dentro de la casa. Y si no me divierto así, ¿cómo podría liberar mis energías? Las cosas que me excitan son el sexo y la creación”.
A través de los Cuadernos sabemos que el “demonio azul” es el nombre que le da Williams a sus neurosis, aquellas que lo paralizan con miedos y ansiedades y le impiden trabajar. También nos enteramos que tomaba pastillas para dormir desde muy joven, al igual que alcohol y otras drogas, y que estaba obsesionado con su hermana Rosa, diagnosticada a los dieciocho años con esquizofrenia. También sabemos que su descubrimiento, a mediados de la década del treinta, de Rimbaud, Rilke y Hart Crane, fue el que lo liberó del teatro convencional de su época para llevarlo a sus grandes creaciones.
Lo que impresiona es que a pesar de tantas neurosis Williams haya sido capaz de crear sus grandes obras. “Es un error asumir que el pánico no se puede tolerar y es la única cosa que no podemos enfrentar,” escribió en 1947. “El pánico es tolerable porque debe ser tolerado”. Ésa es, acaso, la lección del maestro en estos Cuadernos.