Saturday, November 24, 2007


LECTORES DIGITALES

Hace algunos meses, el suplemento cultural de La Tercera (Chile) me pidió reseñar una novela. Recibí una versión PDF de 400 páginas en mi Macbook; me había prometido jamás leer textos de más de diez páginas en la pantalla de un computador, pero allí estaba, tirado en cama con mi portátil en el pecho. No era cómodo, y me cansaba cada rato, pero logré terminar el libro días después. Hoy me doy cuenta que este año he leído tres libros de más de 150 páginas en mi portátil. Mi transición a la era post-Gutenberg ocurrió sin que me diera cuenta de ello.
Bill Hill, el hombre a cargo de los proyectos con lectores digitales (libros electrónicos) en Microsoft, dice que, en realidad, esa transición ha ocurrido incluso antes de que nos pusiéramos a leer novelas en la pantalla de un computador. “Los buscadores como Internet Explorer en realidad no son buscadores; son lectores digitales. La gente pasa el veinte por ciento del tiempo buscando, y el ochenta leyendo”. Acostumbrarse a la lectura en distancias cortas era el primer paso; si bien para muchos el libro es un objeto de culto, una tecnología artesanal que no puede superarse, lo cierto es que el problema de los primeros lectores digitales --que aparecieron en el mercado a fines de los noventa--, no era tanto un pronunciado fetichismo por el libro, sino la calidad de los lectores digitales: pantallas parpadeantes que cansaban la vista, baterías que no duraban mucho, dificultades a la hora de pasar la página.
La creación, esta década, de la “tinta electrónica” por los científicos de MIT, será vista algún día como el verdadero puntillazo al libro en su formato tradicional. Gracias a esta “tinta electrónica”, las páginas de los nuevos lectores digitales son muy similares a las del libro impreso. Esas páginas son las responsables del primer éxito de un lector digital en el mercado (el Sony Reader), y son las que sostienen el Kindle, que acaba de ser lanzado por Amazon.
La primera versión del Kindle es cara (400 dólares), pero sus características son promisorias: no pesa mucho, su batería dura treinta horas, y puede almacenar hasta doscientos libros. Además, tiene un sistema de conexión inalámbrica constante que permite que uno pueda comprar (en Amazon, por supuesto) y descargar el libro desde cualquier parte, a cualquier hora. El insomne que a las tres de la mañana quiera conseguir la nueva novela de Coetzee podrá hacerlo, a un precio moderado (diez dólares); si el gusto son los clásicos, Madame Bovary y compañía cuestan tres dólares.
Me gusta comprar libros, rayar sus páginas, mancharlos de café; no entiendo a quienes los plastifican y hacen todo por mantenerlos impolutos en la biblioteca. Sin embargo, comprar libros no significa querer tenerlos de por vida, pues no he tenido el menor problema en deshacerme de ellos. Son pesados, se acumulan con facilidad, y despacharlos en cajas de un lado a otro cuesta caro; he dejado librerías enteras a amigos en las ciudades en que viví: Cochabamba, Buenos Aires, Berkeley.
Si bien me importa el soporte, el contenido me importa más (me deshago de los libros que no me gustan en librerías usadas). Llegado el momento, quizás cuando sea el turno del Sony Reader 4.0 o el Kindle 3.0, podría dejar de ir a librerías y pasarme a los lectores digitales. Sé que habrá nostalgia por un tiempo, como la hubo cuando dejé de escribir novelas a mano y comencé a hacerlo en un portátil. Luego llegará el momento en que me pregunte: pero, ¿cómo es posible que durante tanto tiempo leyera libros en formato tradicional?
¿Podrán los nuevos soportes recuperar lectores para el libro? Pese a tanto fetichismo y discursos apocalípticos de los defensores del formato tradicional, lo cierto es que mucha gente se lo pasa de lo más bien ignorando el libro: en Estados Unidos, por ejemplo, el 60% de la gente no lee ni siquiera un libro al año. Quizás esa sea la verdadera transición a una sociedad post-Gutenberg: cuando el libro no interese ni en su formato tradicional ni en el electrónico. Mientras no llegue ese momento, vale la pena seguir buscando formas de acercar los contenidos de los libros al escurridizo lector de hoy.

Sunday, November 11, 2007


50 AÑOS DE EL ETERNAUTA

Lo confieso: yo fui uno más de esos tantos lectores que, adiestrados por las historietas norteamericanas, creían que El eternauta era un superhéroe creado por el argentino H. G. Oesterheld, con dibujos de Solano López. Recién hace un par de años se disipó mi duda, cuando pude, al fin, leer El Eternauta. Lo que no sabía era que la edición que cayó en mis manos era una alternativa que Oesterheld publicó en 1969, con dibujos de Breccia. Recién ahora, cuando esta obra clásica de la historieta latinoamericana cumple 50 años, pude leer el texto original. Más vale tarde que nunca.
Mi confusión es explicable: como si se tratara de mensajes de los mundos paralelos en que soñaba Oesterheld, las diferentes versiones de El Eternauta, y las historias que parten de la trama principal, proliferan sin descanso. Están las tres guionizadas por Oesterheld: la original, publicada en la revista Hora Cero; la politizada, con Breccia; y El Eternauta II de 1976, con dudas sobre la autoría de la parte final publicada en 1977, ya que para ese entonces Oesterheld, afiliado a la organización guerrillera montoneros, había sido “desaparecido” por el gobierno militar de Videla. Están las ramificaciones: Tercera parte, El mundo arrepentido, Odio cósmico, El regreso. Una saga cuyo punto máximo sigue siendo el texto de 1957, aquel canonizado siete años atrás, cuando Ricardo Piglia y Osvaldo Tcherkaski lo incluyeron en su colección de clásicos de la literatura argentina.
En su prólogo a El Eternauta, Oesterheld menciona que su obra es su “versión del Robinson”. Pero aquí se trata de un Robinson contemporáneo, alguien que tiene familia y amigos y que está “rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte”. Ese hombre es Juan Salvo, que se le aparece en la primera página de la historieta a su creador, Oesterheld, en un guiño en ese entonces todavía fresco pero que ahora, usado y abusado por Paul Auster y compañía, irrita: ¡ya basta de personajes que hablan con su creador! Salvo aparece como un viajero en el tiempo llamado el “eternauta”, pero lo que quiere contarle a Oesterheld no son las aventuras de un superhéroe sino más bien cómo Salvo llegó a convertirse en el “eternauta” (es decir, cómo un hombre común, sin poderes especiales, hizo proezas heroícas en procura de salvar a la humanidad).
Salvo comienza contando la historia desde el momento en que “era dulce la vida aquella noche helada, en mi chalecito de Vicente López, cálido como un nido…” Esa noche, en Buenos Aires, cae una nevada fatal: quienes entran en contacto con los copos de nieve mueren al instante. Salvo y sus amigos procurarán entender por qué ocurre esa nevada; pronto descubrirán que se trata de una invasión extraterrestre. La organización de la resistencia, la lucha contra los invasores, las batallas en la autopista General Paz y en el estadio de River Plate, van ocurriendo a través de un admirable flujo narrativo: Oesterheld entendía como pocos el arte de hacer que cada palabra ayudara al avance sostenido de la historia.
Han transcurrido cincuenta años, pero todavía sorprende encontrar una ciudad latinoamericana como escenario de una obra de ciencia ficción. De hecho, todavía sorprende encontrar una obra maestra latinoamericana de la ciencia ficción. Los dibujos expresivos de Solano López, y la locuacidad de Oesterheld (excesiva para un guionista de historietas: hay dibujos que parecen abrumados por la cantidad de palabras en el cuadro), se aliaron para lograr una historieta de continuadas vueltas de tuerca –múltiples capas de invasores: los “cascarudos” son controlados por el “mano”, que a la vez es controlado por los “Ellos”--, sin muchos descendientes más allá de su propio mundo endogámico: El eternauta, curiosamente, influyó más en la historieta europea que en la latinoamericana.
Como toda gran obra, El Eternauta funciona en múltiples niveles: se la puede leer de manera literal, pero también permite lecturas alegóricas. De hecho, las diferentes versiones de El Eternauta son una suerte de literalización de la alegoría: en el texto de 1957, los invasores podían ser vistos fácilmente como los militares, invadiendo el país en uno más de sus golpes de estado. Hacia 1969, un Oesterheld más politizado entrega un Eternauta “antiimperialista”, mientras que el de 1976 es un Eternauta “montonero”, en el que el pueblo, guiado por Salvo, le gana la partida al gobierno y sus abusos. La vida de Oesterheld acompaña esos cambios: nacido en 1919, en la década del 50 se convirtió en el más importante guionista de historietas en la Argentina, gracias a El Eternauta y a su colaboración con el gran Hugo Pratt en obras como Sargento Kirk y Ernie Pike. En los años 60, Oesterheld siguió produciendo obras importantes como Mort Cinder y Sherlock Time, a la vez que su compromiso político con la izquierda revolucionaria se mostraba en una biografía del Che adaptada a la historieta y publicada en 1968. En los setenta, época de la lucha contra las dictaduras militares, se unió a los montoneros junto a sus cuatro hijas y se convirtió en el jefe de prensa de la organización. Amenazado en 1976 por el gobierno de Videla, pasó a la clandestinidad. En abril de 1977 fue, junto a sus hijas, secuestrado por los militares. Los cinco continúan desaparecidos.

Friday, November 02, 2007


JAVIER MARÍAS: LITERATURA EN CÁMARA LENTA

A mediados de los noventa, había consenso entre los escritores latinoamericanos de mi generación a la hora de admirar la obra de Javier Marías. Discutíamos sobre si Mañana en la batalla piensa en mí era superior a Corazón tan blanco, defendíamos las virtudes de Todas las almas, nos rendíamos ante Vidas escritas. Como suele ocurrir, el tiempo hizo lo suyo, y los caminos de algunos admiradores empezaron a bifurcarse a partir de Negra espalda del tiempo, el libro más incomprendido de Marías. La publicación del primer volumen de Tu rostro mañana, la ambiciosa trilogía que ahora llega a su fin con Veneno y sombra y adiós, dividió las aguas de una vez por todas: hoy, en una esquina se encuentran los que la defienden como la novela fundamental de este principio de siglo; en la otra, los que piensan que Marías no ha hecho más que reescribir, en clave manierista, Todas las almas.
Nadie es indiferente ante Marías, y eso es una virtud. Veneno y sombra y adiós reavivará los elogios y los agravios, pero no logrará muchos conversos, pues aquí la propuesta narrativa de Marías se radicaliza hasta un extremo. Los que estaban fascinados por ella ratificarán su maravilla: los que la juzgaban un callejón sin salida dirán exasperados que por ese camino no había otra que toparse contra la pared. Es cierto que Tu rostro mañana no tiene esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato de otras novelas de Marías como Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí; a cambio de un texto redondo tenemos, sin embargo, una notable ambición totalizadora, casi desaparecida en la novela contemporánea.
Veneno y sombra y adiós cierra la historia de Jacques o Jacobo o Jaime Deza, el narrador hiperreflexivo de la trilogía que trabaja para un servicio secreto inglés y se especializa en estudiar los rostros de las personas para así saber qué es lo que harán en el futuro; en clave de ficción culta, lo suyo, la “presciencia”, no está muy lejos de los que hacen los precogs de Philip Dick en Minority Report. Los precogs, de hecho, también ayudan a la policía a enterarse de los crímenes que ocurrirán en el futuro. A Marías siempre le interesó el qué hacer con lo que sabemos, lo que hemos escuchado, lo que hemos visto, pero ese saber parecía circunscrito a la esfera privada. Con esta trilogía, Marías ha profundizado su indagación, y se ha interesado por el nexo entre conocimiento y poder. Lo que hacen ciertos individuos en su vida privada es un saber fundamental para el Estado, que usa y abusa de esta información: Tupra, el jefe de Deza, señala que “El Estado necesita la traición, la venalidad, el engaño, el delito las ilegalidades, la conspiración, los golpes bajos… Si no los hubiera, o no bastantes, tendría que propiciarlos, ya lo hace”.
Para conocer, Deza utiliza un saber pre-tecnológico –leer rostros, fijarse en gestos-, pero el Estado también tiene a su disposición métodos tecnológicos para enterarse. Las cámaras están siempre grabando; así, en una sesión, Deza asiste al espectáculo de lo que ha sido grabado y podrá servirle al Estado: adulterios, torturas, sobornos, traiciones, asesinatos.
Presciencia y tecnología pueden verse como armas complementarias en los esfuerzos del servicio secreto por conocer a las personas. Sin embargo, una de las conclusiones fundamentales de la novela es que pese a todos los esfuerzos por interpretar a las personas, en el fondo estamos destinados al fracaso: los otros, incluso los más cercanos, son desconocidos para nosotros (Peter Wheeler no sabía lo que haría su esposa); incluso nosotros somos desconocidos de nosotros mismos (¿sabía la esposa de Wheeler que terminaría haciendo lo que hizo?). Nuestra “presciencia” se equivoca repetidas veces: es muy posible que una cámara sorprenda a aquella persona que queremos tanto, en quien confiamos tanto, traicionándonos con nuestro mejor amigo. La tecnología es complementaria a la presciencia, pero también puede ser superior a ella. Marías se muestra en sus columnas de opinión como alguien a quien le desagrada la vida contemporánea (el ruido, las malas maneras, la suciedad en las calles), y es anacrónico en sus usos de la tecnología (sigue usando fax, no tiene correo electrónico); pero al sugerir en esta novela que una cámara nos puede revelar el rostro oculto de las personas mejor que nuestra intuición desarrollada a lo largo de siglos de complejos procesos evolutivos, se revela aquí como “muy de su época”, como dice Tupra de Deza; alguien a quien la generación YouTube podría entender. Los novelistas españoles jóvenes, que parecen pensar que Marías no tiene mucho que decirles, harían bien en volver a él.
Desde Mañana en la batalla piensa en mí que Marías viene desarrollando la idea de que el mundo depende de sus relatores. En esta trilogía, importan no sólo los narradores sino quienes los escuchan, los testigos de lo narrado. Narrar es un oficio peligroso; la narración es un veneno: “Qué malo es que le cuenten a uno, de todas formas, qué malo es que nos metan ideas en cabeza… cualquier dato que registra la mente se queda en ella hasta que lo alcanza el olvido y el olvido siempre es tuerto, cualquier relato o información y también hasta la posibilidad más remota se graba, y por mucho que uno limpie y restriegue y borre, ese cerco es de los que no salen jamás”. Deza, al enterarse de hechos relacionados con la traición a su padre durante la guerra civil o al ver las imágenes que Tupra le pone enfrente, ha sido envenenado. No hay antídoto posible: el Deza correcto, al escuchar a su ex esposa Luisa y concluir que mantiene una relación sentimental con Custardoy (el falsificador de cuadros de Corazón tan blanco), se convertirá en un émulo de su jefe Tupra, en quien busca consejo para resolver la situación. Nadie está libre de la tentación de contar o de la curiosidad u obligación de escuchar, sugiere Marías: con sólo existir, ya entramos en la telaraña de narraciones fatídicas. No hay día en que de una manera u otra no hayamos contribuido al horror, ya sea narrando o atendiendo un relato.
La frase indecisa de Deza, capaz de desplazarse hacia todas partes, de abarcar todas las posibilidades de una situación –“A veces uno sabe lo que quiere hacer o lo que tiene que hacer o incluso lo que piensa hacer o lo que va a hacer casi seguro”--, está muy interesada en explorar el lenguaje, materia principal de la narración literaria. Deza se pregunta constantemente por el sentido de algunas expresiones, el significado y etimología de algunas palabras, la relación del español con el inglés, el francés, el italiano, el latín… El resultado de esta prosa tan consciente de sí misma, que no asume nada, que lo cuestiona todo y no de nada por sentado, supone un profundo extrañamiento de la lengua. En Marías nada se da por descontado, ni el significado o sentido de las palabras que utilizamos. Sorprende que, pese a su continuo cuestionamiento, Deza siga avanzando en la narración, durante alrededor de mil seiscientas páginas. Una paradoja, Javier Marías: el escritor contemporáneo que más se ha preocupado por los peligros del narrar, nos ha entregado una de las novelas más largas de la literatura en español; uno de los escritores que más ha puesto en entredicho el lenguaje que usa es, a la vez, uno de los que más ha usado este lenguaje.
En Tu rostro mañana hay un constante adelgazamiento de la trama, una puntillista ampliación del instante. Casi toda la acción de los tres volúmenes transcurre durante apenas tres noches. Prácticamente todo el segundo volumen ocurría en una noche en una discoteca, y en el tercero son muchas las páginas dedicadas a describir de manera cuidadosa cómo se le corre la media a Pérez Nuix. Sí, a Marías siempre le han interesado esos géneros populares en los que hay mucha acción, pero en sus libros la acción sobre todo ocurre en el interior del narrador. Asistimos, así, a las peripecias de la mente hiperactiva de Deza, tan dispuesta a la digresión, a largos monólogos sobre la traición, la separación, el estilo “maleducado” del mundo, y por supuesto, la difuminación, palabra clave en la obra de Marías. En Tu rostro mañana, el tiempo “difumina” a las personas, el pelotón de ejecución de un cuadro se halla “difuminado”, Madrid después de una ausencia se encuentra “difuminada y turbia”. Todo se difumina en el tiempo y el espacio: en el tiempo, porque los hechos y las personas van irrevocablemente camino al “tuerto” olvido; en el espacio, porque nos cuesta ver o no nos esforzamos por ver con nitidez aquello que nos rodea, especialmente a las personas; todo se nos aparece como si se hallara detrás de una niebla espesa o una “lluvia interminable”.
Otra paradoja: se trata de una novela de acción, pero el tiempo en ella parece detenerse: literatura en cámara lenta. Así, Marías reivindica a la novela como el género capaz de llegar adonde no llegan otros géneros, otras artes. El cine acaso pueda contar una historia mejor que una novela, pero sólo la literatura es capaz de moverse de manera tan suelta en el tiempo, expandirse o contraerse en la subjetividad de sus personajes, ingresar al envés de los objetos y las mentes, explorar la “negra espalda del tiempo”. Aquí, se pueden mencionar algunas obvias influencias de Marías: Joyce, Sterne o Proust. Pero, lo ha visto bien Félix de Azúa, a diferencia de lo que ocurre con el francés, en Marías no se trata de una recuperación nostálgica del tiempo perdido, sino más bien de la constatación de que es imposible recuperarlo: todo se va aniquilando.
Esta monumental novela cierra con las despedidas conmovedoras y melancólicas de Deza (esa sombra, ese fantasma) a su padre y a Peter Wheeler, almas tutelares de la novela. Hay escenas muy bien logradas en Madrid, y momentos cómicos de primer nivel, como el encuentro sexual entre Deza y Pérez Nuix, o como cuando Deza debe esperar a Luisa en la que era su casa y se pone a ver Babe en la televisión (“me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor”). No convence que todos los personajes de la novela hablen como el narrador y a veces incluso piensen como él (Pérez Nuix, por ejemplo, dice frases que suscribiría Deza). : “Uno abre una rendija, y si fuera hay un vendaval, luego no hay manera de cerrarla. Lo que crece no está dispuesto a disminuir, sino a expandirse, y casi nadie renuncia a los ingresos que está en su mano ganar, aún menos si ya ha probado a ganarlos y está acostumbrado a ellos”). Tampoco ha logrado Marías, en Tu rostro mañana, esa simbiosis tan memorable entre lenguaje y relato que encontró en Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí; aquí, uno recuerda más cómo se dice lo que se dice que la historia que se nos cuenta. Con todo, Los reparos son menores: releo lo que he escrito y me doy cuenta de que yo, que quería añadir un poco de mesura a la discusión, sólo puedo terminar citando a Cabrera Infante: “¡Ave Marías!”