UN MALETÍN LITERARIO PARA LOS NIÑOS CHILENOS
Un par de semanas atrás, la comisión elegida por el Ministerio de Educación de Chile propuso una lista de cuarenta y nueve títulos para ser incluidos en el maletín que, a partir de abril del próximo año, será distribuido a ciento treinta y tres mil familias de escasos recursos con niños entre en los primeros cursos de básico. Por esas mismas fechas, en Bolivia se consolidaba una propuesta para escoger las diez obras fundamentales de la literatura boliviana, con el objetivo de editarlas como punto de partida de una Biblioteca Nacional. Seguro que medidas similares se están tomando en otros países.
No es extraño que esto ocurra hoy. Las influencias dispersas que reciben los niños, el hecho de que lo que ven en internet, el cine y la televisión sea sobre todo cultura popular norteamericana, hace que nos planteemos cuáles son los textos nacionales y extranjeros que deberíamos leer todos en un país, de modo que nos entendamos. Somos en esto todavía algo anacrónicos: seguimos discutiendo de libros centrales en la cultura, cuando la misma cultura parece haberse desplazado a otras partes harto más eléctricas. ¿No debería haber una comisión para crear maletines de DVDs, discos compactos, y, ya que estamos, los mejores videos en YouTube?
La lista del maletín es tan ecléctica como los miembros de la comisión (que incluye a esos grandes rebeldes, Alberto Fuguet y Rafael Gumucio, como para decirnos que en Chile hasta los iconoclastas son parte del empeño común). Hay cultura alta y cultura popular; hay novelas, cuentos “infantiles”, historietas, poesías, tradiciones y leyendas, hay nombres que no sorprenden a nadie (Neruda), autores sorpresivos (Tim Burton), y autores sobre cuyos méritos literarios los críticos todavía no se ponen de acuerdo (Isabel Allende, Hernán Rivera Letelier). Es difícil encontrar un patrón en los títulos elegidos; sí abundan las obras con cierto tipo de enseñanza --no necesariamente una fácil moral— acerca de la vida o una cultura (las fábulas de Esopo, los cuentos de Wilde y Kiwala y la luna, sobre costumbres andinas), y los textos de aventuras con personajes emblemáticos (La isla del tesoro, Asterix, incluso El guardián en el centeno). Hay un esfuerzo notable por incluir a la cultura mapuche y a las andinas del norte como parte del imaginario del niño chileno; igual, la lista es sobre todo la de un país que se ve como parte no necesariamente periférica de Occidente; Chile, un país tan de cara al Pacífico, ¿no debería leer a más autores asiáticos?
Desde el siglo XIX que una de las misiones centrales de los gobiernos sudaméricanos ha sido pedagógica: cómo educar a sus ciudadanos en los valores de responsabilidad ciudadana y buenos modales. Pese a sus notables excepciones, esta lista es parte de ese esfuerzo. Yo reconozco que lo que me dieron a leer en colegio me influyó en gran manera (Borges, Kafka, Cervantes), pero que también me pasó lo que a muchos niños y adolescentes: disfruté más de lo que no se me obligó a leer, de lo que cayó en mis manos por pura casualidad (Salgari, novelas policiales). Quizás, para fomentar de veras la lectura, lo que el gobierno de Chile debería hacer es crear una comisión encargada de redactar una lista de los libros que no se deberían leer, eso sería entender de veras la psicología infantil y adolescente. Aun recuerdo el momento crucial en que mi madre me dijo que no debía leer a Shakespeare porque había mucha sangre y morbo en sus páginas,: ¡ah, cómo adquirió valor ante mis ojos un viejo autor clásico, qué ganas me dieron de leerlo de inmediato!