Thursday, March 30, 2006

BLOODY PECKINPAH

No soy amante de las películas de cowboys, pero no pude resistir a la tentación de comprarme la caja de DVDs con los mejores westerns del legendario Sam Peckinpah: las clásicas La pandilla salvaje y Pat Garrett y Billy the Kid, esa obra maestra hoy poco conocida que es Ride the High Country, y la tan irregular como fascinante La balada de Cable of Hogue. Luego de esa maratón decidí que no era suficiente y me conseguí Los perros de paja y The Getaway. Luego me sentí satisfecho.
Un amigo al que le conté de mi ciclo particular me preguntó si no me había salpicado la sangre. Era cierto, le dije: tenían razón los críticos que comenzaron a llamarlo Bloody Peckinpah. Hay un antes y un después de Peckinpah en la representación cinematográfica de la violencia. Una línea directa conecta la furia sádica de La pandilla salvaje con toda la obra de Tarantino y con el Cronenberg de Una historia de violencia. Esos críticos, claro, se concentran en la orgía de balas y sangre en la pantalla y, con tono moralista, sugieren que esa línea es descendente. Se olvidan, sin embargo, de otras cosas que vale la pena tener en cuenta a la hora de discutir la obra de este director. En primer lugar, Peckinpah quería capturar la violencia de la sociedad norteamericana contemporánea: eran los años de Vietnam, de los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy. Peckinpah odiaba la sociedad moderna, pero trataba de entenderla indirectamente: había que retrotraerse a los orígenes de esa sociedad violenta, a la época de los pistoleros individualistas regidos por un admirable código de honor (Peckinpah homenajea al género de la película de cowboys, pero a la vez entona su elegía: sus obras transcurren en las primeras décadas del siglo XX, cuando el mundo tradicional del lejano Oeste está desapareciendo. No es casual que en La pandilla salvaje los pistoleros, para continuar sus aventuras, tengan que irse a… México. Tampoco que en esa película ambientada en los años de la revolución mexicana haya una escena en que esos hombres de caballo contemplan admirados el auto de uno de los coroneles mexicanos: ese auto, simbólicamente, despide su mundo de caballos y paisajes polvorientos).
Por otro lado, en Peckinpah la violencia nunca es gratuita (no se puede decir lo mismo del Tarantino de Kill Bill). Su estética descarnada está al servicio de una cosmovisión hobbesiana en la que el hombre es el lobo del hombre. Por eso en sus películas hay tantos niños disfrutando de la violencia: La pandilla salvaje comienza con la escena memorable de los chiquillos contemplando a unos escorpiones a punto de morir, y Los perros de paja con los niños jugando en un cementerio. En una notable puesta en abismo, Peckinpah nos muestra en La pandilla salvaje a unos niños que disfrutan al observar un tiroteo; esos niños somos nosotros en la oscuridad de un cine, gozando de una más de las películas violentas que se estrenan cada semana (¿qué diría Peckinpah de obras exitosas de la cultura popular como Saw?).
Esos niños crecerán y se harán pistoleros, o se convertirán en los brutales hooligans de Los perros de paja. Los pistoleros y hooligans desarrollarán un código masculino de honor, lealtad y amistad que siempre aparece en las películas de Peckinpah. A Peckinpah le hubiera gustado que nos fijáramos más en ese código moral que rige a sus personajes, pues éste atempera la violencia. Es difícil concentrarse en ese código debido a las contradicciones y ambigüedades de Peckinpah: no hay que olvidarse que esos pistoleros romantizados de La pandilla salvaje son unos asesinos despiadados (el genio de Peckinpah logra que nos olvidemos de ello y terminemos del lado de los pistoleros). Tampoco que el que más disfruta de la violencia en Los perros de paja es el inicialmente timorato y civilizado personaje que encarna Dustin Hoffman: todos somos en el fondo lobos, sugiere Peckinpah, sólo es cuestión de que nos encontremos en una situación límite. ¿Más contradicciones? Cuando filmaba La pandilla salvaje, Peckinpah le contó a la crítica Pauline Kael que uno de los objetivos de su película era mostrar la crueldad y el horror de la violencia con tanta fuerza que los espectadores nunca más querrían ver una película violenta. Kael recuerda que, para su sorpresa, cuando salió la película y hubo gente que aplaudía y disfrutaba de la violencia, Peckinpah estaba feliz y actuaba como si su objetivo de siempre hubiera sido el de lograr ese regocijo en el espectador.
Una breve biografía de Peckinpah diría que el director que parecía tejano o de Arkansas nació en Fresno (California) en 1925. Comenzó como actor en el Huntington Park Civic Theatre. Se convirtió pronto en director de seriales de cowboys en la televisión; gracias a The Westerner, que no duró mucho, logró el éxito crítico que lo llevaría al cine. Con su segunda película, Ride the High Country (1962), ya era considerado uno de los más respetados directores emergentes. Major Dundee (1965) fue un fracaso tan estrepitoso que puso su carrera en peligro. Con La pandilla salvaje (1969) llegó la consagración definitiva. Era alcohólico, le gustaba hacerle la vida imposible a sus productores y actores, despedía por pequeñeces a quienes trabajaban con él y del único director que le gustaba hablar era de él mismo. Tenía un sinfín de dolencias y enfermedades, parecía más viejo de lo que era. Murió en 1985 a los 59 años. Los críticos dicen, con razón, que sus películas son excesivamente violentas, que su mundo es muy masculino, que era misógino (basta recordar la escena de la violación en Los perros de paja). También dicen, con razón, que La pandilla salvaje es una obra de arte, una de las cincuenta mejores películas del siglo XX.

Wednesday, March 22, 2006


JUGANDO FUTBOL EN EL SUR DE FAULKNER, O LA GLOBALIZACION Y SUS LIMITES


Hacia 1988, yo estudiaba Relaciones Internacionales en Buenos Aires y comenzaba a tomar seriamente mi pasión por la literatura. Estudiaba en una universidad mediocre, lo cual me daba mucho tiempo libre para escribir cuentos y leer a los clásicos. Fue en ese entonces que un amigo en la universidad de Alabama me llamó y tentó con la posibilidad de ir a jugar fútbol –no americano, sino del nuestro—a los Estados Unidos. Él conocía al entrenador ruso del equipo de fútbol de la universidad y sabía que estaba ofreciendo becas completas a estudiantes extranjeros para pagarles los estudios a cambio de jugar por la universidad. ¿No me animaba? Yo era feliz en Buenos Aires, pero también me tentaba la idea de ir a los Estados Unidos, aprender inglés y estudiar con una beca completa. No sabía mucho de Alabama –tenía una idea muy homogénea de los Estados Unidos, aprendida en el cine: el país era una mezcla fantástica de California y Nueva York--, pero, dudas y todo, dije que sí. Pensaba que la beca no saldría. Pero salió: me pagarían la matrícula, la casa, la comida y los libros que necesitaría para mis clases. Así fue que llegué a los Estados Unidos.
Jugaba de mediocampista ofensivo. Como casi todos los chicos de mi generación, a los doce soñé con dedicarme al fútbol profesional. Luego me di cuenta –me hicieron dar cuenta-- que mi nivel no daba para la primera división; sin embargo, era suficiente para destacar a nivel colegial y universitario. Llegué a Huntsville, Alabama, como una estrella, pero no duré mucho así: mi juego parsimonioso, gambeteador, no funcionaba en medio del estilo norteamericano, que privilegiaba el juego agresivamente físico al estilo de los europeos (pero sin su elegancia). Tuve un primer semestre deprimente, de partidos en estadios con tribunas vacías, de juegos donde lo que más se aplaudía eran las jugadas defensivas y espectaculares –digamos, cuando el líbero del equipo contrario barría sin contemplaciones a uno de nuestros atacantes. Muchas veces pensé en volverme a Buenos Aires, sobre todo cuando sentía que esa gran diversión que era para mí el fútbol se había tornado en un trabajo (las mañanas que debí levantarme a las seis de la mañana, las sesiones interminables de entrenamiento bajo el sol agotador del fin del verano sureño). No lo hice porque, bueno, debía asumirlo: el fútbol era un trabajo para mí esos años. Me pagaba los estudios.
Jugué tres años por la universidad de Alabama, los suficientes para terminar mi carrera en Ciencias Políticas. De esos años recuerdo poco: los viajes en bus para jugar en distintas universidades del sur (cosa rara, conocer Memphis pero no tener tiempo para visitar Graceland); las noches en que me encerraba en mi habitación para leer a Orwell y Gibson mientras en la sala del departamento que compartía con cuatro jugadores del equipo de fútbol se reunían prácticamente todos los del equipo a ver ESPN en la televisión y a apostar los resultados del basquet y hockey; la vez que me escapé de un examen de literatura francesa alegando que tenía un partido importante –en las universidades norteamericanas, los deportistas tienen un sinfín de privilegios--; y, por supuesto, el fin de semana en que viajé por mi cuenta a Oxford, Mississippi, a visitar la casa de William Faulkner.
Mi carrera futbolística en Alabama concluyó cuando me rompí los ligamentos en un partido de entrenamiento. Me operaron y meses después volví a jugar, miedoso, dubitativo. Gran parte de mi última temporada la pasé en el banco, admirando que los Estados Unidos fuera una sociedad tan rica, capaz de ofrecer becas completas a jóvenes lesionados que jugaban un deporte extraño para la gran mayoría. Cuando Alberto Fuguet se enteró de mi pasado futbolístico, me preguntó por qué todavía no había escrito una novela al respecto. ¿Una novela sobre un boliviano que se costeaba los estudios jugando por una universidad en territorio faulkneriano? Puede ser. He leído cosas más extrañas.
Recuerdo todo esto ahora que acabo de leer un libro curioso de Franklin Foer: El mundo en un balón: la globalización a través del fútbol (Debate, 2004). Para Foer, el fútbol es el deporte más globalizado del planeta; hay jugadores nigerianos en Ucrania, hinchas del Manchester United y el Real Madrid en Asia, y transnacionales como Nike auspician equipos en Brasil y Escocia. Y sin embargo, Foer descubre en sus viajes que estas pulsiones globales se encuentran con resistencias locales en todas partes: el tribalismo identitario ha resurgido con más fuerza que nunca, y las marcas globales poco pueden hacer contra la fuerza de viejos odios, de un muy enraizado racismo. Estas identidades tribales explican la rivalidad que existe entre los hinchas del Celtic (católicos) y del Glasgow Rangers (protestantes) en un país tan desarrollado como Escocia; los hinchas del Rangers usan el color naranja en memoria de la expulsión de la monarquía católica en 1688 a manos de Guillermo de Orange; esta rivalidad, escribe Foer, es “una pelea continua acerca de la reforma protestante”.
“Nadie odia como un vecino”, dice Foer, y eso lo sé muy bien: en 1987, cuando vivía en Buenos Aires, fui a ver un Boca-River. Era hincha del Boca porque allí jugaba un boliviano, Milton Melgar (que también paseó su fútbol por Chile). En la Bombonera, las barras bravas de ambos equipos comenzaron a insultarse antes del partido. Los de Boca les gritaban “gallinas” a los de River. De pronto, los de River comenzaron a gritarles “bolivianos” a los de Boca. Un hincha boquense que no sabía que yo era boliviano se dio la vuelta y me dijo: “Nos jodieron. Y ahora, ¿me podés decir cómo superamos ese insulto?”
Foer, más que explicar la globalización, descubre sus límites. Su paseo por el mundo arroja vívidas anécdotas acerca de la importancia política y cultural del fútbol: aprendemos que los “hooligans” serbios del Estrella Roja de Belgrado tuvieron mucho que ver con la limpieza étnica de croatas en la guerra de los Balcanes en los 90, que los triunfos de la selección de Irán suelen ser catalistas para protestas contra la teocracia de los ayatollahs, que la corrupción latinoamericana puede entenderse a partir del fracaso del fútbol brasilero en tener una liga del nivel de la española o italiana (incluso de la argentina). Y también descubrimos que Estados Unidos, el villano en el drama de la globalización, es más bien una víctima cuando se trata del fútbol. Foer escribe: “Las corporaciones multinacionales son exactamente eso, multinacionales: no representan a la cultura o los intereses de los Estados Unidos. Así como tratan de cambiar los gustos y la economía de otros países, también han tratado de cambiar los gustos y la economía de los Estados Unidos. Uno puede ver esto con las campañas de Nike y Budweiser para vender el fútbol en los Estados Unidos”. A Foer, fanático del fútbol, hincha del Barcelona, le gustaría que en este caso Estados Unidos sucumbiera a las pulsiones globales. Su propio libro describe, sin embargo, que eso es poco menos que imposible. Y yo recuerdo los estadios vacíos en mis tardes jugando fútbol en el sur de Faulkner, y a mis compañeros viendo fútbol americano, basquetbol, beisbol y hockey en la televisión, y me digo que sí, en el Imperio que sueña con globalizarnos a todos impera, como en todas partes y acaso más, el tribalismo identitario.