
LA EXTRAÑA MÚSICA DE HARUKI MURAKAMI
Hace más de diez años compré en Berkeley Hard Boiled Wonderland and the End of the World, una novela de Haruki Murakami, un escritor japonés que nadie me había recomendado. Confieso que me llamó la atención la contratapa, que prometía un texto post-moderno, una suerte de cruce entre Philip Dick y Raymond Chandler. No logré leer más de diez páginas. Decidí que Murakami era demasiado posmo para mi gusto, mucho artificio y poca sustancia.
Cuán equivocado estaba. Había pasado ante la Revelación y no me había dado cuenta de ello. Tuve, por suerte, oportunidad de expiar mi pecado. Dos años atrás, en un momento difícil en mi vida, llegaron a mis manos un par de novelas cortas de Murakami, Sputnik Sweetheart y Norwegian Wood, y descubrí que este japonés era en verdad una rara avis: alguien que escribía textos posmo capaces de conmover. De Sputnik todavía me persigue la imagen de la mujer con el pelo blanco en el parque de diversiones, y Norwegian Wood es un libro que todo escritor debería tener en su mesa de noche para aprender a construir personajes femeninos convincentes.
Hoy Murakami ya no necesita de presentaciones. Su nombre pertenece a esa exclusiva constelación de autores tan respetados por los críticos como por sus lectores. Norwegian Wood produjo en el Japón un fenómeno de masas que, salvando las distancias, puede compararse sin exageraciones con lo ocurrido en la Europa de Goethe con Werther. Sus libros son traducidos a más de veinte idiomas y se encuentran tanto en librerías de prestigio como en tiendas de aeropuertos. Cada nuevo cuento de Murakami es un acontecimiento, pues lo publica el New Yorker (esta revista sólo trata así a dos autores más: Alice Munro y William Trevor). “Murakamiano” sería un adjetivo más utilizado si no fuera que suena tan mal.
¿Cómo definir el universo de Murakami? La reciente aparición en los Estados Unidos de su nuevo libro de cuentos (Blind Willow, Sleeping Woman) y el DVD de una película basada en uno de los cuentos de este libro (“Tony Takitani”) nos proporciona algunas pistas para entender a este autor imprescindible. En principio, Murakami escribe fábulas contemporáneas, relatos que al mostrarnos la extravagancia de la vida cotidiana muestran los límites de la ficción realista. Lo que dice un narrador al final del cuento “Blind Willow, Sleeping Woman” puede servir como motivo central de toda la obra: “Durante algunos segundos me sentí en un lugar extraño y poco iluminado, donde las cosas que podía ver no existían y donde lo invisible sí existía” (la traducción es mía).
Es esa frontera entre lo real invisible y lo irreal existente la que Murakami se encarga de minar en cada uno de sus cuentos y novelas. El cuento “Hanalei Bay”, por ejemplo, comienza con una frase impactante: “Sachi perdió a su hijo de diecinueve años cuando un tiburón enorme lo atacó mientras surfeaba en la bahía de Hanalei”. Sachi viaja de Tokio a Honolulu a identificar los restos de su hijo en la morgue, la pierna derecha destrozada por el ataque del tiburón. Una vez allí, se dirige a la bahía de Hanalei a conocer el lugar donde su hijo perdió la vida. Habla con surfistas que eran amigos de su hijo, pasea por la bahía, etc. El lugar la fascina tanto que comienza a hacer un peregrinaje anual a Hanalei. Es en una de sus visitas que ocurre el “hecho Murakami”: Sachi se pone a charlar en un restaurant con dos surfistas. Uno de ellos le pregunta si había visto alguna vez al surfista japonés con una sola pierna. ¿Cómo? “Sólo lo vimos dos veces”, dice el surfista. “Estaba en la playa, mirándonos… Cuando salimos del agua, ya había desaparecido. Queríamos hablar con él y lo buscamos, pero no lo encontramos en ninguna parte. Debía tener nuestra edad”.
¿Ocurrió o no? ¿Era otra persona o un fantasma? El cuento no explica nada. Sachi se pasa varios días en la playa buscando al surfista con una sola pierna, preguntando a la gente si lo habían visto. Piensa que es injusto que no se le haya aparecido a ella, como si no estuviera preparada para ello. Al final, decide que, justas o injustas, Sachi debe aceptar las “cosas de esa isla tal como eran”. En el mundo de Murakami ocurren constantemente hechos extraños, que desafían los poderes de percepción y lógica de los personajes; la sabiduría consiste en tomar las cosas como vienen, aceptarlas en toda su extrañeza.
Tony Takitani, la película de Jun Ichikawa, es fiel al cuento (algunos dirán: demasiado fiel). Tony (Issey Ogata) es un ilustrador contento con su vida solitaria hasta que conoce a una mujer (Rie Miyazawa) de la que se enamora. Tony se casa y luego descubre que su mujer tiene un pequeño gran problema: es adicta a comprar ropa. El estilo de Ichikawa, austero, minimalista, capaz de mostrarnos una Tokio íntima (sin las luces de neón y las multitudes a que otras películas nos tienen acostumbradas), es ideal para capturar el gran logro de Murakami en este cuento: narrarnos una fábula sobre una de las obsesiones del mundo contemporáneo –el deseo de comprar cosas para “rellenar lo que nos falta en nosotros”—sin hacer que el mensaje sea obvio o explícito.
Ése es el gran secreto del arte de Murakami: en su mundo ocurren cosas extrañas –“surreales” es la palabra favorita de los críticos--, pero lo hacen sin llamar la atención sobre sí mismas, como si fueran lo más normal, una consecuencia lógica de lo que se ha venido narrando. Cada frase de Murakami, cada párrafo, es muy simple, pero el resultado no lo es. Aquí el todo es siempre mucho más que la suma de las partes.