
SU NOMBRE ES LEM
Tengo en mi biblioteca un ejemplar de Solaris en la edición de Minotauro. Recuerdo haberlo comprado en una librería de Cochabamba sin saber quién era su autor, Stanislaw Lem. Suponía que era bueno: después de todo había leído, en esa colección de Minotauro, libros memorables como Las ciudades invisibles, Crónicas marcianas y La naranja mecánica.
Sabía que un escritor polaco de ciencia ficción me sorprendería, pero jamás hubiera esperado encontrarme con una suerte de hijo natural de Borges/Bioy Casares. Solaris recuerda en muchas cosas a La invención de Morel: aquí también se trata de un hombre enamorado de una hermosa mujer muerta. La Faustine de Bioy Casares es aquí Harey. Ambas mujeres son proyecciones virtuales, pero las razones son diferentes: Faustine es un holograma tridimensional proyectado por una máquina –la invención de Morel, que quita la vida a las personas para después inmortalizarlas en el archivo de imágenes cinematográficas--; Harey es la creación del oceáno del planeta Solaris. Rebobinemos: Kris Kelvin, el narrador de la novela, ha sido enviado a la estación que orbita en torno a Solaris para reemplazar a un científico muerto; en la estación, Kelvin descubrirá que los dos científicos que la habitan, Snaut y Sartorius, alternan entre el miedo y la paranoia. Kelvin verá seres extraños en la estación, entre ellos Harey, su esposa, muerta siete años atrás. Poco a poco llegará a la conclusión de que esos seres son proyecciones creadas por el oceáno de Solaris a partir del inconsciente de los habitantes de la estación: como le dice Snaut a Kelvin, Harey es “un espejo, y refleja una parte de tu mente. Si es maravillosa, es porque tienes recuerdos maravillosos. Tú mismo proporcionaste la receta. Estás atrapado en un círculo vicioso, no lo olvides”.
En Solaris, el tema trillado de la ciencia ficción, los monstruos del espacio exterior que atacan a los seres humanos, se convierte en un intensa reflexión metafísica: Lem sugiere que en la inmensidad del universo no hay más monstruos que los creados por nuestras propias culpas y ansiedades: “El hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado íntegramente sus propios abismos”. Kelvin es un hombre al que atormenta el suicidio de Harey; él no sólo no le creyó cuando ella amenazó con quitarse la vida sino que terminó proporcionando las pastillas que Harey usaría para suicidarse.
Las dos películas basadas en Solaris logran capturar el pesadillesco enfrentamiento del hombre consigo mismo: la de Tarkovsky (1972) de manera lenta y algo confusa, la de Soderbergh (2002) con un tono minimalista y más preciso (aunque George Clooney no le da a Kelvin el toque de desesperación que necesita). Lo que no tiene ninguna película es el lado borgiano de Lem. La influencia de Borges en Lem es a veces demasiado obvia: el escritor polaco, por ejemplo, publicó dos libros de reseñas e introducciones a libros inexistentes (Provocación se consigue en español). En Solaris, la presencia de Borges es más sutil. Lem es un escritor que hace –permítase el juego de palabras— ficción de la ciencia. La ciencia, para él, es algo que hubiera aprobado el maestro argentino: un género literario. Así, de pronto nos encontramos con los informes científicos que dan cuenta de los descubrimientos en torno al planeta Solaris. Lem no despacha estos informes en un par de párrafos sino en varios, densos capítulos, todos ellos con un tono paródico, burlón. La “solarística” es infínita: “los sabios eran legión y cada uno tenía su propia teoría… Veubeke había preguntado un día, en broma: ¿Cómo quieren comunicarse con el oceáno cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes? La broma contenía una buena parte de verdad”.
Como los sabios de “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, los que se dedican al estudio de Solaris son capaces de hipótesis convincentes: la Civito-Vitta señala que el oceáno ha sido producto de un “desarrollo dialéctico: a partir de la forma primitiva preoceánica, una solución de cuerpos químicos de reacción lenta, y por la fuerza de las circunstancias… había llegado de un solo salto, sin pasar por los distintos grados de evolución terrestre”. Como todo conocimiento, el de Solaris tiene su evangelio ortodoxo y sus textos apócrifos como el informe de Berton. Hay todo un capítulo dedicado a los “pensadores”, en los que se pueden encontrar libros como El Compendio de Gravinsky y la Introducción a la Solarística de Muntius, y escuelas rivales como las de Panmaller, Strobel, Freyhouss, Le Greuille, Osipowicz. La burla de Lem apunta a algo serio: a la necesidad del hombre de catalogar los límites de su conocimiento, y a la inevitable arbitrariedad de ese catálogo.
Stanislaw Lem nació en Lvov (hoy Lviv, Ucrania) en 1921. En 1944 se mudó a Cracovia, donde vivió el resto de su vida. Comenzó en los años cincuenta como un escritor más del realismo socialista. Poco después descubrió su verdadera veta, la de la ciencia ficción. Quizás porque era considerado un autor de un género menor, pudo publicar lo que quiso, sin censura alguna, durante los años de la ocupación soviética de Polonia. Se convirtió en el autor polaco más leído del siglo XX (veintisiete millones de libros vendidos, traducción a cuarenta idiomas), y quizás, aunque suene a herejía, en un escritor más influyente que sus prestigiosos compatriotas ganadores del Nobel (Milosz, Szymborska). Admiraba a Verne, Dumas y Wells. Su libro más conocido, Solaris, ha envejecido muy bien, al igual que buena parte de su obra. Es también el creador de dos personajes notables: el piloto Pirx y el astronauta Ijon Tichy. Para nuestra suerte, la editorial Alianza ha comenzado a editar en español, en su colección de bolsillo, toda la obra de Lem.