Thursday, February 07, 2008


MARTIN AMIS Y EL GULAG

Todo escritor tiene obsesiones. Algunas de ellas despiertan inicialmente curiosidad, para luego ir, con los años, adquiriendo sentido. En el caso de Martin Amis y su relación con Stalin y el gulag, la crítica a su libro Koba, estuvo marcada por los aplausos moderados y una pregunta insistente: ¿valía la pena, a estas alturas, seguir fustigando a los intelectuales de Occidente que, en los años cincuenta, apoyaron el proyecto comunista de Stalin e incluso, en algunos casos, llegaron a justificar las purgas implacables, los campos de concentración para los disidentes políticos, etc? ¿Es que eso no lo había hecho ya Camus, con mayor autoridad moral que Amis y en el debido momento?

Amis no se arredró. Su novela más reciente, La Casa de los Encuentros (Anagrama), tiene que ver con Stalin y el gulag y le ha servido, para que incluso un escritor tan exigente como John Banville lo elogie sin reservas; sin duda, algunas de las razones de Banville son cuestión de estilo: la prosa de Amis es de un vigor y excelencia notables. El registro narrativo de Amis funciona mejor en la distancia media: lo prueban novelas cortas como La flecha del tiempo, El tren de la noche, y esta novela.

En los agradecimientos, Amis señala una serie de libros notables que se han publicado desde Koba y que han venido a dar un cuadro más claro de lo que pasó en la Unión Soviética de los años cincuenta: Gulag, de Anne Applebaum; Stalin, de Simon Sebag Montefiori; Ester y Ruzya, de Masha Gessen. La Casa de los Encuentros puede leerse, entonces, como un intento de actualizar Koba. Lo cierto, sin embargo, es que lo que un escritor lee no importa tanto como lo que hace con lo leído. Lo que Amis ha hecho es escribir una brillante novela “rusa” sobre un triángulo amoroso ambientado en el gulag soviético. (El subgénero de la novela inglesa ambientada en Rusia ha dado en los últimos años otra magnífica novela: Por amor al pueblo, de James Meek).

La novela toma la forma del testimonio de un hombre que, en la vejez, recuerda su paso por el gulag y se lo cuenta a su hija Venus. Este testimonio puede emparentarse con Las benévolas, de Jonathan Littell: aquí también el narrador no sólo ha sido testigo de la “degradación y el horror” sino que también ha tomado parte activa en éste. El narrador fue uno de esos tantos soldados soviéticos que, durante la segunda guerra mundial, se encargaron de violar a cuanta mujer alemana “de ocho a ochenta años” se les cruzara por el camino. Se trataba de un “ejército de violadores”. No importa si hubo circunstancias atenuantes para ello: el narrador concluye al final que “nadie supera nada” y que no es verdad que lo que no te mata te hace más fuerte; más bien, “lo que no te mata te debilita primero, y a la larga igual te mata”.

Está claro, ahora, el porqué de la obsesión. Lo que ocurrió durante la guerra y en la post-guerra soviética es el tema de Amis por excelencia: el descenso a las zonas más tenebrosas de la psiquis masculina. En ese infierno, el sexo se convierte en una forma de violencia, y la violencia es también una violación sexual. A ratos, La Casa de los Encuentros puede leerse como una versión sádica de Rebelión en la granja (Orwell): en Norlag, donde tanto el narrador como su hermano Lev han sido internados, todos tienen un rango, una jerarquía que les permite abusar salvajemente a sus inferiores: arriba se encuentran los cerdos (los administradores y los guardias); luego vienen los urkas, las serpientes (los informantes), los parásitos, los fascistas (los recluidos por razones políticas), las langostas y los comedores de mierda.

El narrador y Lev están enamorados de la misma mujer, la judía y voluptuosa Zoya. Zoya llega a Norlag, y lo que ocurre en 1956 en la casa de los encuentros (el lugar donde los prisioneros podían encontrarse con sus parejas) forma el corazón secreto de la novela. Baste decir que este hecho es un paso más del narrador en su caída hacia la degradación. La historia personal se funde con la historia de amor, y de paso con la misma Historia: el narrador sugiere que Rusia nunca tomó conciencia del horror de su historia, y por ello, a diferencia de Alemania, nunca trató de expiar ese horror.

(Versión anterior publicada inicialmente en La Tercera en febrero del 2007, con motivo de la publicación de la novela en los Estados Unidos)

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