CIENTO CINCUENTA AÑOS DE CONRAD
Hacia 1986, en un quiosco en Buenos Aires, compré El corazón de las tinieblas (1902), libro que formaba parte de la Biblioteca Personal de Borges. El escritor argentino, tan exigente en sus gustos, decía que esa novela corta de Joseph Conrad era “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”. Me entusiasmó tanto la narración de Marlow, ese descenso a los infiernos en el corazón del África, que decidí animarme a leer otra de las novelas importantes de Conrad, Lord Jim (1900), en inglés. Superé la prueba a duras penas, con ayuda de un diccionario, y quedé cautivado para siempre por un escritor serio que escribía relatos de aventuras. Sus personajes eran falibles, de sicología compleja, y en las tramas latían inquietudes morales, problemas éticos. El impulso narrativo no decaía en ningún momento, a pesar de las continuas descripciones, o mejor, acaso por ellas: he ahí un escritor que entendía el pasaje no como un decorado de fondo para la aventura, sino como parte intrínseca de la misma aventura.
Dos recientes biografías de Conrad tienen títulos que resumen bien su historia: en una, la de John Stape, se habla de “las vidas” del autor (Lumen); en otra, la del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, se lo llama “el hombre de ninguna parte” (Belacqua). En cuanto a las vidas, queda claro el porqué: nacido en la Ucrania polaca el 3 de diciembre de 1857, fue bautizado como Josef Teodor Konrad Korzeniowski. Cansado de vivir en una Polonia ocupada, se dirigió en 1874 a Marsella: quería convertirse en marinero. Ahí terminaba la primera vida y comenzaba la segunda: al poco tiempo, ingresó a la marina mercante inglesa, y se quedó en ella casi veinte años, hasta 1893. Fueron años en que viajó a América Latina y conoció el África, pero sobre todo trabajó en varios barcos en el Océano Índico.
Al final de ese período marítimo Conrad se puso a escribir su primera novela, La locura de Almayer (1895). Poco después comenzó su tercera vida: dejó el mar, se casó con Jessie George y se estableció en Kent con el decidido impulso de convertirse en escritor. Pese a que no había hablado una pizca de inglés durante sus primeros veinte años, su uso continuo del inglés en su trabajo hizo que no dudara al escoger esa lengua a la hora de la escritura. Dicen que la ignorancia es atrevida, y la de Conrad lo era: no sabía cuán difícil era, para un escritor nacido en una lengua, convertirse en grande escribiendo en otra lengua. ¿Como podría un marino polaco “permanecer, y durar” (parafraseando a Quevedo) en el idioma de Shakespeare, si ni siquiera lo hablaba bien?
La biografía de Vásquez indaga en cómo, a los doce años, el niño Josef Konrad ya era huérfano de padre y madre, “y empezaba a sentirse un extraño en su propia patria”. También indaga en esa adolescencia extraña en la que decidió hacerse marino “a pesar de haber nacido y criado en tierras interiores y de no haber visto el mar más que una vez”. Explora el intento de suicidio de Conrad, su cambio radical de marinero a escritor, las acusaciones que luego siguieron de “traidor a su patria y a su lengua”, para terminar como “genio vivo de las letras inglesas”. Así, Vásquez llega a la conclusión de que esa vida aventurera, que se inicia en tragedia y termina en la gloria, “es en realidad un largo inventario de incomodidades, de descontentos y, por lo tanto, de rupturas”, porque Conrad fue un maestro a la hora de “asumir el rasgo más violento para un ser humano: el cambio de vida, el desprendimiento del pasado”. Uno sólo puede ser de todas partes si en el fondo es de ninguna.
Un amigo escritor me decía con sorna que Conrad fue, sobre todo, muy bueno a la hora de encontrar metáforas afortunadas para describir la condición humana: el “corazón de las tinieblas” (la bestia que escondemos debajo de nuestro barniz civilizado), la “línea de sombra” (el paso agobiante de la juventud a la edad adulta). Una metáfora, una imagen que condense nuestra condición: ¿no es ése el sueño de todo escritor? ¿Y por qué no, ya que estamos, inventar de paso un par de subgéneros? Porque la novela del dictador latinoamericano comienza con Nostromo (1904), y la novela de espías le debe mucho a El agente secreto (1907). En cuanto a la reflexión sobre la escritura, hay pocos textos más influyentes que las cinco páginas que Conrad escribió como prólogo a El negro del “Narcissus” (1897). Ese texto puede intimidar a un aprendiz de escritor, pues Conrad encuentra en el trabajo del escritor una gran responsabilidad moral: se debe tratar de brindarle “la clase más alta de justicia al universo visible”, y de justificar la obra de arte “en cada línea”. Más allá de la reflexión ética, sin embargo, Conrad dice que la labor del escritor es “hacer escuchar, sentir, ver”: sólo a través de los sentidos el lector podrá captar “la verdad acerca de la cual se ha olvidado de preguntar”.
Hacia 1910, Conrad ya era considerado uno de los grandes estilistas del idioma inglés, y sus libros eran éxitos tanto de crítica como de venta. Pese a ello, sufrió dificultades económicas todo el tiempo; de hecho, algunos años subsistió de la venta de sus propios manuscritos a coleccionistas perspicaces. Murió en su mesa de trabajo a los sesenta y seis años, en 1924. En la literatura latinoamericana ha encontrado valiosos interlocutores: está Borges, el Vargas Llosa de La casa verde (entre el primer manuscrito y la gran versión final de esa novela media, ha dicho el autor peruano, le lectura de Conrad), el Mutis en la saga de Maqroll, y Juan Gabriel Vásquez, que aparte de su biografía ha escrito Historia secreta de Costaguana, una magnífica novela que tiene a Nostromo como punto de partida.
3 Comments:
A trabajar, a trabajar, que el futuro está a la vuelta de la esquina.
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Recomiendo la preciosista edición de Galaxia Gutenberg de El corazón de las tinieblas con ilustracionesde Ángel Mateo Charris.
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