Sunday, December 30, 2007


BOLAÑO ANGLOSAJÓN

En Estados Unidos se lee muy poca literatura en traducción: menos del tres por ciento del total. El país-continente tiene, según Milan Kundera, el provincianismo de los grandes, incapaces de “considerar su cultura en el gran contexto”. Es un país autónomo y endógamo, que se basta y sobra con sus propias novelas, sus propias películas, sus propias serie de televisión (bueno, también pueden triunfar escritores de otros países si es que escriben en inglés: Amis, Barnes, McEwan). De vez en cuando, claro, alguien rompe la barrera y se instala en todas partes y se convierte en un imprescindible. Se le da, como hace cinco años, el “tratamiento Sebald” o el “tratamiento Murakami”. Este año que termina le tocó al chileno Roberto Bolaño: sus cuentos fueron publicados por la revista New Yorker, y su novela Los detectives salvajes apareció en las listas de los mejores diez libros del año en periódicos tan prestigiosos como el New York Times y el Washington Post, y en Amazon. No hubo un crítico que lo descubriera para los norteamericanos; eran todos a la vez. De hecho, su éxito fue tan grande que, cuando la revista Time no incluyó a Los detectives salvajes entre sus mejores del año, se armó una pequeña polémica (sólo un autor que no escribía en inglés en esa lista indicaba que se estaba volviendo a la normalidad).
Son varias las razones para entender el triunfo de Bolaño en el mercado anglosajón. Algunas son literarias, otras no tanto. Aquí, arriesgo algunas:

a) El factor New Yorker. Cuando dos cuentos de Bolaño –“Gómez Palacio” y “Últimos atardeceres en la tierra”-- fueron adquiridos por el New Yorker, Bolaño ya era publicado en los Estados Unidos por New Directions, una editorial que se especializa en autores extranjeros de culto (Vila-Matas, Bernhard, Aira, Marías). Con la compra del New Yorker, Bolaño pasaba a otro nivel, al de las grandes editoriales; así, pronto, Farrar Straus adquirió los derechos para la traducción de las dos grandes novelas de Bolaño, Los detectives salvajes y 2666. La comercialización de esas novelas no hubiera instalado a Bolaño en todas partes si hubiera estado a cargo de New Directions, una editorial importante pero pequeña.

b) Un “beat latinoamericano”, un poeta maldito que escribe en prosa. En Estados Unidos no sólo vende la obra; también vende el personaje. Los perfiles de Bolaño que salieron en el New Yorker, en Harper’s y en el New York Review of Books posicionaron al escritor chileno como una suerte de escritor beat a destiempo, un Kerouac para hoy, alguien que, como Rimbaud, convirtió el “mundo del verso en algo criminalmente seductor”. Se romantizó la vida vagabunda de Bolaño, se hizo hincapié en sus múltiples trabajos alimenticios como, por ejemplo, cuidador de un camping, se exageró su uso de drogas, etc. En el New Yorker, Daniel Zalewski escribió que, durante el golpe de Pinochet, Bolaño se convirtió en “un espía para la resistencia”. Harper’s llegó al extremo de sugerir que un escritor como Bolaño ya no era posible en el mundo hipersofisticado de la literatura norteamericana, llena de becas, congresos, adelantos millonarios, escritores que enseñan en universidades. Es decir, aquí también se romantizaba América Latina, tierra literaria de promisión en la que todavía podían existir escritores “salvajes” como Bolaño, no domesticados por el hipercomercio a la manera de Jonathan Franzen o Zadie Smith.

c) Los traductores. Un buen viaje de una lengua a otra requiere de buenos traductores. Bolaño tuvo la suerte de caer en manos de Chris Andrews para los cuentos y novelas cortas, y Natasha Wimmer para las novelas grandes.

d) El aura alternativa. Bolaño fue aceptado por el establishment literario de los Estados Unidos –el New Yorker, el New York Times--, pero su aura romántica y maldita lo vacunó contra las posibles críticas del mundo literario alternativo y periférico. Así, una revista como The Believer, una de las voces más conocidas de la nueva generación, siguió defendiéndolo, al igual que escritores jóvenes de la otra revista importante joven, n+1 (sobre todo Benjamin Kunkel). Digamos que había Bolaño para todos. Su muerte temprana, sin duda, había ayudado mucho en el proceso de mitificación.

e) El factor literario. Los detectives salvajes es una gran novela y la calidad se iba a terminar imponiendo en cualquier país, en cualquier idioma.

f) El “timing”, la suerte. No es suficiente una buena obra; también son necesarias la suerte, factores como el momento en que la obra sale al mercado, etc. Bolaño apareció en el momento adecuado en los Estados Unidos, cuando se iba apagando el éxito crítico y de ventas que significó Sebald, cuando Murakami ya había dejado de ser novedad, y otros autores extranjeros como Javier Marías y Sandor Marai no terminaban de consolidarse. Era el gran escritor extranjero que necesitaban los norteamericanos para decirse a sí mismos que todavía leen buena literatura en traducción.

Thursday, December 27, 2007


DE PASO POR MADRID

Todos pasan por Madrid. Siempre hay cenas, recepciones, presentaciones de libros, encuentros, congresos; debido a ello, no es fácil escribir aquí. “Me paso la mitad de mi tiempo defendiendo la otra mitad de mi tiempo”, me dijo Vargas Llosa hace un par de semanas, antes de ir a un encuentro organizado por el Real Madrid a hablar sobre fútbol (él, que no había tocado una pelota en su vida…). No se trata de una queja, sino de la constatación de un fenómeno. Las virtudes del encuentro con gente fascinante superan los defectos de la falta de aislamiento para escribir. Por suerte siempre hay una Ithaca en la cual refugiarse.

En un café de la Casa de América, Carlos Monsiváis me habla de Bolivia. Pese a ser un reconocido intelectual de izquierdas, dice que a Evo “se le está pasando la mano”, y menciona específicamente el hecho de que la Constitución se hubiera tenido que aprobar en un cuartel militar en Sucre. A la vez, se muestra conmovido al ver una foto en el periódico El mundo de varias mujeres campesinas levantando la mano para aprobar la nueva Constitución. Le parece "muy dolorosa" la incertidumbre en la que se debate el país amazónico-altiplánico; pregunta, quiere saber cuán cierta es esa dicotomía oligarquía versus pueblo. Luego, de pronto, sin transición, me habla de poesía boliviana. Ha leído a Franz Tamayo últimamente, sin mucha suerte; se trata de un “barroco impostado”, dice, y no puedo estar en desacuerdo. Le recomiendo que lea su ensayo Creación de la pedagogía nacional. “El que es excelente de verdad es Jaime Sáenz”, dictamina, y yo acoto que, por fin, lo han traducido al italiano y lo están traduciendo al inglés.

Conozco a Ibsen Martínez en un homenaje a los cientocincuenta años de Conrad. Ibsen es un dramaturgo y un periodista de opinión venezolano, firmemente aliado a la oposición a Hugo Chávez. Su ensayo de diciembre en El País acerca de que Chávez, más que de izquierda, es un fascista, con el reconocimiento del papel importante de los estudiantes como reserva moral de Venezuela, ha sido muy influyente en una izquierda europea todavía acostumbrada a exaltar a los caudillos populistas latinoamericanos sólo por el hecho de ser de izquierda. Al terminar el encuentro, nos habla del rol de los militares para frenar a Chávez, de la oposición de Baduel como una de las claves para la derrota del referéndum chavista. “Baduel es un militar con mucho ascendiente en la clase media”. Me encuentro con Ibsen nuevamente en una recepción navideña ofrecida por la revista Letras Libres. Me cuenta que ha estado un mes y medio en Bolivia, escribiendo un reportaje para la revista The New Republic. Lo pongo al día con el enfrentamiento entre Evo y las regiones. “Qué costaguánico”, responde, con Conrad todavía fresco en su mente. Y yo pienso en el poder de una novela como Nostromo, escrita más de un siglo atrás y todavía con el poder suficiente para nombrar vastas capas de nuestra realidad.

Saturday, December 22, 2007


UNA BIOGRAFÍA DE CLARICE LISPECTOR

Para conmemorar los treinta años de la muerte de Clarice Lispector, la editorial argentina Adriana Hidalgo ha publicado la biografía más completa de la gran escritora brasileña. Clarice: una vida que se cuenta, de Nádia Battella Gotlib, había sido publicada originalmente en Brasil en 1995; la nueva edición en español ha sido revisada y ampliada, agrega numerosas notas exhaustivas e información nueva. Si bien la vida de Clarice Lispector estará siempre envuelta por un halo de misterio, el trabajo de Battella Gotlib –trece años obsesivos— no ha dejado piedra sin remover, y ahora, más bien, conocemos demasiados datos de Clarice.

Battella Gotlib no ha escrito una biografía tradicional. La suya es “una biografía literaria”, lo cual significa que se trata de la reconstrucción de la vida de la escritura a partir de la palabra escrita, tanto en la vertiente literaria –la propia obra de Clarice— como en la periodística –documentos de todo tipo: cartas, entrevistas, noticias, etc. Es peligroso perfilar la vida de un escritor a partir de ciertos trazos aparentemente biográficos que se pueden percibir en sus novelas y cuentos; sin embargo, Battella Gotlib logra salir airosa de ese desafío respetando laz zonas ambiguas y confusas que existen en la vida de Clarice. Así, en vez de una Clarice, tenemos, en cierta forma, muchas Clarices.

En lo concreto, quizás lo más significativo del trabajo de Battella Gotlib consiste en toda la nueva información en torno a las raíces judías de Clarice. Nacida en 1920 en un pueblito de Ucrania, sus padres eran rusos judíos que decidieron emigrar a Brasil debido a la inestabilidad de una Unión Soviética revolucionaria en la que existían progroms (“violentas persecuciones a los judíos”). La familia de Clarice llegó a Maceió (Brasil) en marzo de 1922; en su nuevo país había una política abierta a la inmigración, pero a los padres de Clarice se los consideraba “rusos blancos” y no judíos. Debido a sus deseos de adaptación al nuevo país, los padres, que hablaban ruso e idish, si bien educaron a sus tres hijas en la religión judía, sólo les enseñaron ruso.

Clarice diría: “soy judía… aun cuando no crea que el pueblo judío sea el pueblo elegido por Dios. En fin, soy brasileña, pronto y punto”. Pese a que Clarice minimizó la presencia del judaísmo en su vida personal, Batella Gotlib encuentra que la cultura hebraica aparece constantemente en su obra, “transfigurada metafóricamente”, sobre todo en su novela La hora de la estrella, en la que su personaje principal, Macabéa, es “una prisionera que, como los macabeos, resiste, nordestina en la gran ciudad, masacrada por un sistema social inhumano”.

Batella Gotlib rastrea cómo los testimonios de quienes conocieron a Clarice se contradicen: algunos amigos hablan de ella como una mujer “delicada y humana”, muy próxima; otros hablan de cómo Clarice cultivaba la distancia, un aire de “silueta huidiza” que “nos llevaba a pensar en ella sin tocarla, a cuidarla sin hablar con ella, a acompañarla sin acercarse”. Era humilde, dicen algunos, pero su hijo la recuerda como una mujer vanidosa. Otros dicen que ella era una personalidad angustiada, pero hay amigos que piensan que ella exageraba sus angustias, dramatizaba. Así, concluye Batella Gotlib, “vida y representación se entrelazan y mezclan”. Si hay una tentación normal en el biógrafo de llegar a conclusiones definitivas y decir si, por ejemplo, el biografiado es humilde o arrogante, Clarice Lispector ha tenido suerte, pues Batella Gotlib logra sus mejores páginas al no simplificar la complejidad de la escritora brasileña y dejar, más bien, que el enmascaramiento, la indecibilidad, sean la marca constante de su lectura.

Thursday, December 20, 2007


RETÓRICA DE LA CONSTITUCIÓN

El narrador letrado de La virgen de los sicarios lo dijo con contundencia: “por sobre el llanto de los vivos y el silencio de los muertos, un tecleo obstinado de máquinas de escribir: era Colombia la oficiosa en su frenesí burocrático, su papeleo, su expedienteo, levantando actas de necropsias, de entradas y salidas, solícita, aplicada, diligente, con su alma irredenta de cagatinta”. Colombia es quizás el mejor ejemplo de un continente de leguleyos, muy dado a la retórica, en el que el papel todavía cuenta mucho y a un sustantivo no lo acompañan dos adjetivos cuando tres o cuatro podrían hacerlo mejor.

Bolivia, lamentablemente, no tiene a un Fernando Vallejo, al que la Constitución ilégitima de Evo Morales podría haber arrancado algunas de sus mejores páginas. Para comenzar, ¿qué diría el gramático de una Constitución de 411 artículos? Si la Constitución de un país-continente como los Estados Unidos consta de apenas un preámbulo, siete artículos y veintisiete enmiendas, ¿por qué la de un país tan pequeño como Bolivia no podría ser un modelo de concisión? ¿Necesitamos de verdad tanta palabrería? Se trata incluso de una cuestión práctica: ¿cómo podrá el ciudadano memorizar la Carta Magna del país? De hecho, la Constitución vigente, de 1967 y con reformas de 1994, consta de cuatro partes, y, a comparación de la de Evo, llega hasta a ser lacónica.

¿Y cómo se define al Estado en la Constitución de Evo? Como recordó hace algunos días M. A. Bastenier en El País, el Estado aquí es un “poder Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, Libre, Autonómico y Descentralizado, Independiente, Soberano, Democrático e Intercultural”. ¿Nos olvidamos de algo? En cuanto a la educación, ésta es “unitaria, pública, universal, democrática, participativa, comunitaria, descolonizadora y de calidad, intracultural, intercultural y plurilingüe, abierta, científica, técnica y tecnológica, productiva, territorial, teórica y práctica, liberadora y revolucionaria”.

Quizás sea mucho pedir, pero una Constitución debería ser no sólo un texto jurídico sino un hecho estético. Más allá de lo que dice, debería importar cómo lo dice. La Constitución debería ser un texto literario; algo digno de recordar y de citar. Algo, digamos, capaz de sacarle aplausos y no diatribas al narrador de La virgen de los sicarios.

Tuesday, December 18, 2007


CIENTO CINCUENTA AÑOS DE CONRAD

Hacia 1986, en un quiosco en Buenos Aires, compré El corazón de las tinieblas (1902), libro que formaba parte de la Biblioteca Personal de Borges. El escritor argentino, tan exigente en sus gustos, decía que esa novela corta de Joseph Conrad era “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”. Me entusiasmó tanto la narración de Marlow, ese descenso a los infiernos en el corazón del África, que decidí animarme a leer otra de las novelas importantes de Conrad, Lord Jim (1900), en inglés. Superé la prueba a duras penas, con ayuda de un diccionario, y quedé cautivado para siempre por un escritor serio que escribía relatos de aventuras. Sus personajes eran falibles, de sicología compleja, y en las tramas latían inquietudes morales, problemas éticos. El impulso narrativo no decaía en ningún momento, a pesar de las continuas descripciones, o mejor, acaso por ellas: he ahí un escritor que entendía el pasaje no como un decorado de fondo para la aventura, sino como parte intrínseca de la misma aventura.
Dos recientes biografías de Conrad tienen títulos que resumen bien su historia: en una, la de John Stape, se habla de “las vidas” del autor (Lumen); en otra, la del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, se lo llama “el hombre de ninguna parte” (Belacqua). En cuanto a las vidas, queda claro el porqué: nacido en la Ucrania polaca el 3 de diciembre de 1857, fue bautizado como Josef Teodor Konrad Korzeniowski. Cansado de vivir en una Polonia ocupada, se dirigió en 1874 a Marsella: quería convertirse en marinero. Ahí terminaba la primera vida y comenzaba la segunda: al poco tiempo, ingresó a la marina mercante inglesa, y se quedó en ella casi veinte años, hasta 1893. Fueron años en que viajó a América Latina y conoció el África, pero sobre todo trabajó en varios barcos en el Océano Índico.
Al final de ese período marítimo Conrad se puso a escribir su primera novela, La locura de Almayer (1895). Poco después comenzó su tercera vida: dejó el mar, se casó con Jessie George y se estableció en Kent con el decidido impulso de convertirse en escritor. Pese a que no había hablado una pizca de inglés durante sus primeros veinte años, su uso continuo del inglés en su trabajo hizo que no dudara al escoger esa lengua a la hora de la escritura. Dicen que la ignorancia es atrevida, y la de Conrad lo era: no sabía cuán difícil era, para un escritor nacido en una lengua, convertirse en grande escribiendo en otra lengua. ¿Como podría un marino polaco “permanecer, y durar” (parafraseando a Quevedo) en el idioma de Shakespeare, si ni siquiera lo hablaba bien?
La biografía de Vásquez indaga en cómo, a los doce años, el niño Josef Konrad ya era huérfano de padre y madre, “y empezaba a sentirse un extraño en su propia patria”. También indaga en esa adolescencia extraña en la que decidió hacerse marino “a pesar de haber nacido y criado en tierras interiores y de no haber visto el mar más que una vez”. Explora el intento de suicidio de Conrad, su cambio radical de marinero a escritor, las acusaciones que luego siguieron de “traidor a su patria y a su lengua”, para terminar como “genio vivo de las letras inglesas”. Así, Vásquez llega a la conclusión de que esa vida aventurera, que se inicia en tragedia y termina en la gloria, “es en realidad un largo inventario de incomodidades, de descontentos y, por lo tanto, de rupturas”, porque Conrad fue un maestro a la hora de “asumir el rasgo más violento para un ser humano: el cambio de vida, el desprendimiento del pasado”. Uno sólo puede ser de todas partes si en el fondo es de ninguna.
Un amigo escritor me decía con sorna que Conrad fue, sobre todo, muy bueno a la hora de encontrar metáforas afortunadas para describir la condición humana: el “corazón de las tinieblas” (la bestia que escondemos debajo de nuestro barniz civilizado), la “línea de sombra” (el paso agobiante de la juventud a la edad adulta). Una metáfora, una imagen que condense nuestra condición: ¿no es ése el sueño de todo escritor? ¿Y por qué no, ya que estamos, inventar de paso un par de subgéneros? Porque la novela del dictador latinoamericano comienza con Nostromo (1904), y la novela de espías le debe mucho a El agente secreto (1907). En cuanto a la reflexión sobre la escritura, hay pocos textos más influyentes que las cinco páginas que Conrad escribió como prólogo a El negro del “Narcissus” (1897). Ese texto puede intimidar a un aprendiz de escritor, pues Conrad encuentra en el trabajo del escritor una gran responsabilidad moral: se debe tratar de brindarle “la clase más alta de justicia al universo visible”, y de justificar la obra de arte “en cada línea”. Más allá de la reflexión ética, sin embargo, Conrad dice que la labor del escritor es “hacer escuchar, sentir, ver”: sólo a través de los sentidos el lector podrá captar “la verdad acerca de la cual se ha olvidado de preguntar”.
Hacia 1910, Conrad ya era considerado uno de los grandes estilistas del idioma inglés, y sus libros eran éxitos tanto de crítica como de venta. Pese a ello, sufrió dificultades económicas todo el tiempo; de hecho, algunos años subsistió de la venta de sus propios manuscritos a coleccionistas perspicaces. Murió en su mesa de trabajo a los sesenta y seis años, en 1924. En la literatura latinoamericana ha encontrado valiosos interlocutores: está Borges, el Vargas Llosa de La casa verde (entre el primer manuscrito y la gran versión final de esa novela media, ha dicho el autor peruano, le lectura de Conrad), el Mutis en la saga de Maqroll, y Juan Gabriel Vásquez, que aparte de su biografía ha escrito Historia secreta de Costaguana, una magnífica novela que tiene a Nostromo como punto de partida.

Sunday, December 16, 2007

BOLIVIA, DIVIDIDA




El sábado pasado Bolivia celebró la presentación, en La Paz, del proyecto de nueva Constitución Política del Estado, y en cuatro departamentos –la llamada “media luna”--, de los estatutos autonómicos (es decir, Constituciones departamentales). Que no haya habido violencia es de destacar; que el regocijo general se deba a razones contrapuestas muestra el grado lamentable de división en el país.

¿Y ahora qué? Los analistas dicen que tanto a Evo como a los líderes regionales no les quedará otra que dialogar en busca de un consenso. De hecho, el domingo, Evo llamó a la oposición a “trabajar juntos”, y sugirió la postura que tomará su gobierno: los estatutos autonómicos podrían aceptarse, siempre y cuando se encuadraran dentro de la Constitución. El problema, claro, es que Evo ha llamado tantas veces al diálogo para luego mostrarse inflexible en sus posturas, que la oposición tiene razones para desconfiar.

¿Podrá la oposición, para que se acepte su ansiada autonomía, tragarse el sapo de la Constitución de Evo? Difícil, muy difícil. Mauricio Ochoa Urioste, colaborador de medios alternativos como Rebelión, es uno de los pocos que se ha tomado el trabajo de analizar en detalle los exhaustivos cuatrocientos ocho artículos de esta Constitución. Sus críticas: “ciento quince veces cita la palabra indígena sin precisar los territorios, gobiernos ni poblaciones indígenas; diferencia la jurisdicción ordinaria e indígena sin establecer el ámbito material o territorial de la segunda; designa a los magistrados de los tribunales supremos de justicia mediante voto popular; privilegia a indeterminados grupos étnicos en la explotación de los recursos naturales, la asamblea legislativa y la administración de justicia; introduce treinta y seis idiomas oficiales –entre los que se encuentra el ‘toromona’, nombre homónimo de un ‘pueblo originario’ aislado que habitaría la Amazonía-;… no precisa sumariamente los alcances de las competencias de los gobiernos autonómicos; etc”.

Se vienen muchos referendos para el 2008: el de la Constitución, los de los estatutos autonómicos, el revocatorio del mandato del presidente y los prefectos… A Evo le va mejor en campaña que gobernando, por lo cual, digamos, podría ser un buen año para él. Por lo pronto, tiene que recuperar apoyos: parir esta Constitución ilegítima ha significado, en la práctica, que su 60% de aprobación se haya reducido, en la última encuesta confiable, al 46%. Por otro lado, el proyecto nacional de su partido, el MAS, se ha regionalizado: de los nueve departamentos, sólo es fuerte en dos del altiplano (La Paz y Oruro). Con cada victoria de Evo, la “media luna” se va llenando.

Mientras tanto, hoy no hay bolivianos: hay cambas, collas, chapacos, guaraníes, etc. De estas heridas quedarán cicatrices.

(foto tomada de lanacion.com.ar)

Sunday, December 02, 2007


ALAN PAULS: POLÍTICA Y SENSIBILIDAD

[reseña publicada en la edición española de Letras Libres, diciembre 2007. Ver www.letraslibres.com]

Después de diseccionar la intimidad de una pareja en su ambiciosa El pasado (2003), Alan Pauls ha ampliado su mundo narrativo con Historia del llanto (Anagrama, 2007). El hecho de que se trata de un texto corto hará que algunos lo entiendan como un paréntesis en medio de otros proyectos de mayor calado, lo cual es una equivocación. Historia del llanto puede ser breve, pero no es una novela menor, pues añade un contexto político a las preocupaciones anteriores de Pauls.
No se trata de un tema fácil: después de la desideologización de la lucha política en los años noventa, esta nueva década, marcada por el atentado a las Torres Gemelas y, en América Latina, por la crisis del modelo neoliberal y el resurgimiento del populismo, ha supuesto, para un buen número de escritores latinoamericanos, un retorno narrativo a preocupaciones de corte social y político. Esto puede verse en las novelas de los peruanos Alonso Roncagliolo y Alonso Cueto, en la obra del argentino Martín Kohan. Sin embargo, los escritores todavía no están muy seguros del camino a seguir. En un ensayo reciente en en el suplemento Babelia de El País, Jorge Volpi señaló que hoy “el intelectual es visto con sospecha y las novelas políticas apenas reciben atención”. Volpi sugirió que el camino a seguir debe ser el del compromiso con una “literatura política no sectaria”, y dio como ejemplos las obras de Bolaño y Coetzee. Si ése es el posible camino a seguir, entonces, a juzgar por su nueva novela, a la lista brevísima de Volpi habría que agregar el nombre de Pauls.
Historia del llanto narra la educación sentimental del protagonista, un niño y adolescente precoz en la Argentina de los años sesenta y setenta. Es una novela lúcida, dura, que logra momentos de admirable intensidad narrativa y vuelo poético. La novela está escrita en un presente casi continuo: “A una edad en que los niños se desesperan por hablar, él puede pasarse horas escuchando. Tiene cuatro años, o eso le han dicho”. Los años transcurren, se suceden las elipsis, pero el tono del narrador consigue el efecto de aprehender, como en una foto instantánea, todas las aristas del tiempo –el pasado, el presente, el futuro—de un solo golpe.
El niño pertenece a una familia progre, de padres divorciados. Su gran virtud es su hipersensibilidad, que le permite desarrollar una notable capacidad para escuchar a los demás: “Ya a los cinco, seis años, él es el confidente”, y los demás “reconocen en él a la oreja que les hace falta y se le abalanzan como naúfragos”. Está sensibilidad se maneja dentro de un arco dramático que va desde el punto máximo del dolor –“su educación y su fe”— a la dicha, a la felicidad, sentimientos artificiales de los que hay que desconfiar, pues se siempre se construyen en torno “de un núcleo de dolor intolerable”. El símbolo exterior de su sensibilidad es el llanto –asociado a una capacidad de verbalizar su porqué--, pero, curiosamente, el protagonista sólo puede llorar frente a su padre. O quizás no sea tan curioso: así el niño logra ser admirado por su padre, “formado en una escuela para la que la introspección, como las palabras que la traducen, es una pérdida de tiempo si no una debilidad”.
En el Cono Sur de fines de los sesenta y principios de los setenta, marcado por una lucha política sin cuartel desde posiciones irreductibles, Pauls construye un espacio para la sensibilidad de su protagonista. Este espacio es el que en principio, le permite a Pauls criticar con elegancia burlona los excesos populistas de la época, a través de un personaje modelado en un célebre cantautor de protesta (Piero). Para el niño, el cantautor encarna un antimodelo, porque sus canciones hablan de aquello de lo que hay que desconfiar: “la sencillez y la pureza de valores que a fuerza de estar a la vista se han vuelto invisibles”. Esta “industria de lo sensible” es acaso la que empañará los ojos a muchos e impedirá ver el desastre que se avecina, el cariz siniestro que tomará la historia.
Pero ésa es sólo una parte, la más fácil, de la crítica de Pauls a los usos y costumbres de una clase media progresista, bien intencionada pero miope. Pauls se reserva una conclusión más despiadada: tampoco podría haber salvado del desastre un compromiso más intelectual o uno más apasionado. A principios de los setenta, el niño se ha convertido en un adolescente entregado con furia a la causa marxista; lee a Fanon y Harnecker, sigue los avatares de la lucha armada a través de La causa peronista, periódico oficial de la guerrilla montonera. Cuando el adolescente ve por televisión, en septiembre de 1973, el bombardeo militar al palacio de La Moneda, no puede llorar. El fin de Allende es el fin de una forma de entender la política: al igual que las canciones de protesta, los relatos, las imágenes, los libros que hablan de la victoria del pueblo, apenas tocan la superficie de la época.
Pauls escribe: “la única tragedia que es en verdad irreparable, no haber estado a la altura de la oportunidad”. El adolescente “no ha sabido lo que había que saber. No ha sido contemporáneo”. La lucha descarnada de esos años tendrá como ganadores a aquellos que entiendan la violencia no sólo como un accidente –la parte espectacular de la política--, sino como un elemento esencial, la forma de imponer ideas que ha elegido la época.