Sunday, July 22, 2007


CIUDADES LITERARIAS


Una de las revelaciones literarias de mi adolescencia fue el descubrimiento de Mario Vargas Llosa. Me gustaba Vargas Llosa porque sentía su mundo urbano de clase media muy cercano al mío. En los cuentos de “Los jefes” y en La ciudad y los perros, barrios de Lima como Miraflores y San Isidro, con sus jardineras bien cuidadas y sus casas residenciales de dos pisos, con verjas y jardines en los que siempre habían perros furiosos, eran versiones ampliadas del barrio de la Recoleta donde yo vivía en Cochabamba. En la comparación, yo salía ganando: Cochabamba adquiría un espesor, una textura que no tenía antes de mi lectura de Varguitas.
Al leer a Vargas Llosa me daba cuenta de un detalle importante, una falta muy obvia: mi ciudad no había adquirido carta de ciudadanía literaria. Había novelas ambientadas en Cochabamba, pero no había ningún escritor que hubiera convertido a la ciudad en el territorio privilegiado de su imaginación. Los escritores y los lectores fervorosos lo sabemos bien: nos pueden decir que una ciudad y un país existen, nos pueden mostrar los mapas y su ubicación en un globo terrestre, nos pueden regalar incluso una guía de viajes de Lonely Planet, llena de fotos y recomendaciones acerca de qué hacer cuando viajemos allí, pero no nos lo creemos del todo hasta que no encontramos a esa ciudad en un cuento, en una novela. Nada como la literatura para mitificar aquello que simplemente existe en la realidad o en la imaginación de un hombre.
Hay ciudades muy literarias. Quizás ninguna se compare a París y sus múltiples encarnaciones literarias: está la ciudad de Balzac, llena de hombres ambiciosos como Rastignac; la de Proust, pletórica de lugares e imágenes capaces de despertar sensaciones complejas y viajes melancólicos al pasado en aristócratas frívolos; la de Cortázar, con esos pasajes que describió Walter Benjamin como lugares clave en el desarrollo del capitalismo en el siglo diecinueve y se convirtieron en lugares de paso de un mundo a otro en la obra del escritor argentino; París no se acaba nunca, y se las ingenia para ser diferente con cada gran escritor que se atreve a imaginarla, como se puede apreciar en tres excelentes novelas de reciente aparición: El enigma de París de Pablo de Santis –ganadora del Planeta-Casa de América-, Abril en París de Michael Wallner -una novela sobre la ocupación- y Voces en el laberinto de Celine Curiol.
También están las ciudades que sólo existen en la literatura: la Santa María de Onetti, poblada de hombres grises que sueñan con un plan grandioso que terminará en un nuevo fracaso; el Macondo de García Márquez, con iglesias en las que levitan curas y ferias donde se puede conocer el hielo; está el condado de Yoknapathawpa, en el que Faulkner imaginó a sus coroneles arrastrando el trauma de la derrota del Sur durante la guerra civil, a sus predicadores posesos y a mujeres capaces de dormir durante días con el cadáver del esposo. El cyberpunk nos ha entregado ciudades virtuales, una suerte de puesta de abismo de la realidad virtual que es la literatura. Entre las más conocidas está el Metaverso de Neal Stephenson, un influyente punto de partida para las comunidades virtuales que hoy se pueden encontrar tanto en los Sims como en Second Life.
Algunas ciudades que existen han sido reimaginadas con tanta intensidad por grandes escritores que sus versiones literarias tienen más fuerza que cualquier foto o documento de esas ciudades. La Buenos Aires del primer Borges, por ejemplo, en la que es una presencia constante el suburbio, el arrabal, donde termina la ciudad y comienza el campo; ese lugar fronterizo, ese límite geográfico, es uno de los espacios borgianos por excelencia. Otro ejemplo notable es el Distrito Federal de Bolaño, con poetas que no escriben pero viven la poesía en cada minuto de sus vidas, y enfilan sus actos con el deseo de encontrarse, en un parque vacío, con ese temible enemigo llamado Octavio Paz.
El mapa literario de las grandes ciudades continúa extendiéndose. Hoy es imposible pensar en Estambul sin la mediación de la obra de Orhan Pamuk. El Estambul de Pamuk es crepuscular; si escritores de Occidente como Flaubert y Nerval se pierden en la belleza y la opulencia de la ciudad, Pamuk prefiere adentrarse por esos barrios en ruinas que dan testimonio de la otrora gran capital del Imperio Otomano, nostálgica de su relevancia perdida. El Estambul de Pamuk es la capital de un país que ha vendido su alma en procura de lograr la ansiada modernidad bajo el modelo de la imitación de Europa.