Saturday, February 25, 2006


SODERBERGH, EL CHICO DE LA BURBUJA

El pasado fin de semana estaba en Best Buy cuando vi un DVD que me llamó la atención. La película se llamaba Bubble y tenía como subtítulo: “Another Steven Soderbergh Experience”. Era curioso: una nueva película de Soderbergh, uno de mis directores favoritos, y no había oído hablar de ella. ¿Cuándo la habían estrenado en el cine? Luego caí en cuenta que yo estaba operando bajo el tradicional sistema de las “ventanas” que Soderbergh se animaba a desafiar. Bajo ese sistema, hay una “ventana” de, digamos, seis meses entre el estreno de una película en el cine y su lanzamiento en DVD o su estreno en la televisión por cable. Soderbergh, todo un revolucionario, piensa que ese sistema es obsoleto y que el espectador debería poder ver la película como quisiera. De ahí ese experimento llamado Bubble: una película estrenada al mismo tiempo en el cine, en DVD y en la televisión. A los grandes estudios no les gusta nada la idea, pues desafía la posibilidad que tienen de maximizar sus ganancias al ir graduando la aparición de una película en diversos formatos. Si Bubble aparece al mismo tiempo en varios formatos, el que la ve en la televisión quizás no esté ya tentado de ir al cine o comprar el DVD. Quizás Soderbergh no llegue muy lejos con Bubble, pero a la larga se lo verá como un gran innovador. El director inglés Michael Winterbottom tiene en sus manos un experimento similar al de Bubble: a principios de marzo se estrenará en Europa Road to Guantanamo, en un formato más de los usados por Soderbergh (internet). No está lejano el día en que veremos películas a la carta, y podremos decidir si es mejor presenciar el estreno de Indiana Jones V en nuestro iPod o en el cine del barrio.
Bubble tiene un presupuesto que no llega a los dos millones de dólares y parece sacada de un “reality show” sobre la vida de los norteamericanos de clase media baja: de hecho, ninguno de los actores es profesional (Debbie Doebereiner, la actriz principal, es la gerente de un Kentucky Fried Chicken). Hay algunas escenas, sobre todo las dedicadas a conversaciones casuales, en las que ese aspecto amateur de los actores convierte a la película en una lenta tortura; ahí descubrimos que ser actor consiste no solamente en impresionarnos gracias a grandes escenas dramáticas sino también en evitar que nos aburramos cuando en la pantalla no pasa mucho. Doebereiner, a su favor, tiene un rostro expresivo que nos dice de su tristeza ante un amor no correspondido y una vida dedicada a cuidar a un padre enfermo.
Bubble es la película que podría haber filmado Raymond Carver si éste se hubiera dedicado al cine. Minimalista, con un ritmo más cercano al documental que a una película de ficción, Soderbergh nos cuenta la historia de un triángulo amoroso en una fábrica de muñecas en Middle America. Martha (Doebereiner) es una mujer mayor enamorada del casi adolescente Kyle; puede tolerar que Kyle la vea sólo como una amiga, pero no que éste se fije en Rose, la nueva empleada en la fábrica. Al guión de Coleman Hough le bastan pocos detalles para armar uno de esos relatos patéticos que se encuentran en las páginas policiales de cualquier periódico norteamericano. Todo ese realismo, sin embargo, es llevado a un nivel más alegórico gracias a las muñecas. Como escribe Owen Gleiberman en Entertainment Weekly, se trata de un “purgatorio con un guiño: los muertos vivientes fabricando muertas vivientes”. La cámara de Soderbergh se detiene en los rostros de esas muñecas y encuentra la metáfora perfecta para esa vida de tres trabajos al día y muchos sueños sin realizar.
David Denby, crítico de cine del New Yorker, escribe que los logros de Soderbergh en Bubble no sólo tienen que ver con su ataque a la forma tradicional de distribución de las películas en Hollywood; también están relacionados con su decisión de filmar en video digital de alta definición. El efecto que se logra es hacer que el espectador vea todo en primer plano. Denby recuerda que las películas de los años treinta tenían poca profundidad en el enfoque; uno podía ver con claridad lo que se encontraba en primer plano, mientras que el background se hallaba fuera de foco. Fue el teórico francés André Bazin quien notó la importancia del “deep focus” en las películas de Welles y Wyler; de pronto, el espectador podía desentenderse del primer plano y mirar a los objetos que se encontraban a una distancia media. Para Bazin, esto llegó a convertirse en un asunto de importancia moral, pues la profundidad del enfoque liberaba al espectador y le permitía concentrarse en diferentes partes de la pantalla. Con Bubble, todo, de pronto, se halla enfocado; hasta el objeto más nimio en el background parece encontrarse en un primerísimo plano. Denby concluye: “cuando el mundo material tiene tanta claridad y peso, la gente atrapada en éste adquiere más importancia y los entendemos más; la mediocridad de todo lo que les rodea, pensamos, ha tomado sus almas”.
Soderbergh sabe de todo un poco: filmar películas muy Hollywood (Ocean’s Eleven), otras más idiosincráticas y memorables (Traffic), y remakes muy personales de clásicos que nadie ve hoy (Solaris). Algo me dice que, cuando se haga el balance de su obra, Bubble estará en la lista de sus logros más notables.

Friday, February 17, 2006


FIGURAS DE LA LEY

A los once años descubrí en la biblioteca de mi papá las novelas policiales de Agatha Christie. Leí una de ellas, El secreto de Chimneys, y me quedé en el mundo de la Christie por el resto de mi adolescencia. La principal razón no tenía nada que ver con su prosa funcional; tampoco con sus argumentos rebuscados, de muertes con dardos envenenados en un avión, aunque éstos llamaban algo mi atención, sobre todo porque la novelista inglesa fue una maestra en el arte de estirar hasta el infinito el ars combinatoria del policial. Era el personaje principal quien me seducía. Hércules Poirot, el detective belga, andaba por el mundo resolviendo casos con arrogancia y displicencia. Bajo de estatura, calvo y con mostachos, Poirot era una figura cómica, una suerte de pariente cercano de Chaplin. Gracias a él, revisé todas las librerías y revisterías de mi polvorienta ciudad, hasta dar con casi todas las novelas –alrededor de ochenta-- que escribió la Christie (y me decepcioné algunas veces, al descubrir que el personaje principal era Miss Marple). Gracias a él, comencé a escribir cuentos plagiados a la Christie, e inventé mi primer personaje seudoliterario: el detective Mario Martínez (el nombre se lo robé a un tenista boliviano que esos días había llegado a la posición 33 en el ranking mundial).
Poirot me sedujo porque para él no había misterio que no pudiera ser resuelto usando las "células grises". Él era un descendiente en línea directa de Auguste Dupin y de Sherlock Holmes, seres que habían ayudado a consolidar la figura del detective como el arquetipo de la razón en Occidente. El detective era aquel que, gracias a su intelecto, podía desbrozar enigmas y conminar el caos social al orden. Los robos y asesinatos que ocurrían en las páginas de Poe, Doyle y Chesterton eran transgresiones temporales a la ley, que en el último capítulo encontraban su castigo. No es casual que el género policial haya aparecido en el siglo XIX, tiempo de románticos y revolucionarios, y también de hijos de la Ilustración todavía capaces de apostar, pese a la enorme cantidad de pruebas en su contra, por el imperio de la racionalidad. En mis días colegiales yo también creía en ese imperio, y no encontraba mejor modelo que el de ese género para asegurarme que la presencia desenfadada de las múltiples formas de corrupción en nuestro entorno terminaría con la restauración de la ley. Grandezas y miserias de la adolescencia.
Hoy Poirot me parece una figura anacrónica, alguien que vivió el siglo XX sin ser tocado por éste. El siglo XX dejó de lado el modelo analítico, intelectual, inglés del policial, y lo sustituyó por el modelo norteamericano duro, de Hammet, Chandler y Cain. El policial del siglo pasado, más que afirmar la Razón, terminó mostrando sus límites, y de su paso nos reveló la corrupción de la sociedad moderna. Los detectives que me atraen ahora son los del film noir, de métodos menos ortodoxos que los cerebrales, a veces tan corruptos como sus perseguidos, y que encontraron en el cínico y a la vez romántico Humphrey Bogart su mejor encarnación. También me atrae Lönrrot, esa genial creación de Borges, a quien le bastó un solo cuento para actualizar el arquetipo del detective para nuestros tiempos descreídos: aquel que cae en las trampas de la razón, aquel que se enreda en los laberintos del intelecto para terminar derrotado por éste. En la literatura contemporánea, Paul Auster ha entendido la propuesta borgiana y la ha radicalizado. En Borges, al menos, hay una solución al enigma, aunque el culpable del crimen no recibe ningún castigo y es el vencedor del duelo. Auster, en La trilogía de New York, no sólo crea un detective derrotado, sino también sugiere que ni siquiera hay soluciones al misterio. ¿Y qué decir de autores como Rubem Fonseca? Fonseca tiene un detective, Mandrake, pero está más fascinado por la figura del criminal que por la del agente del orden.
Una historia de la literatura del siglo XX debería estudiar el progresivo avance de dos géneros “menores” y populares, el policial y la ciencia-ficción, sobre las canónicas aguas de la literatura de corte realista. Autores contemporáneos del género policial como Henning Mankell, Andrea Camilleri, Boris Akunin, P.D. James, Michael Connelly y Dennis Lehane son respetados y cada vez son menos los críticos que osan considerarlos “menores”. Por otro lado, casi no hay autor “serio” en cuyas páginas no se encuentre una reescritura del género policial: Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, Margaret Atwood, el Martin Amis de Tren nocturno.
En Roberto Bolaño, por ejemplo, además de los guiños de Los detectives salvajes al género, se puede encontrar en El gaucho insufrible “El policía de las ratas”, un cuento que reinscribe un texto clásico de Kafka, “Josefina La Cantora”, en el esquema del policial. El detective de Bolaño, Pepe el Tira, es una rata que investiga la muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos de otras especies más fuertes –comadrejas, serpientes--, pues “las ratas no matan ratas”. Sin embargo, en sus investigaciones, Pepe el Tira descubre que “las ratas somos capaces de matar a otras ratas”. ¿Es la pulsión criminal una anomalía de una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuera, esa pulsión es un veneno, un virus que ha infectado a todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que las ratas están “condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer”.
En Bolaño no hay ninguna nostalgia de Poirot, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, “condenada desde el principio”, no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de “una felicidad que en el fondo sab[e] inexistente”.

Sunday, February 12, 2006


TOBIAS WOLFF EL “MINIMALISTA”

A finales de los años ochenta, la palabra “minimalismo” estaba de moda para designar a una generación de escritores que reaccionaba contra los excesos metaliterarios de la generación anterior (autores como Barth y Coover). Los principales escritores minimalistas eran gente como Raymond Carver, Richard Ford, Ann Beattie y Tobias Wolff. Se los consideraba descendientes directos de Hemingway en la forma en que pulían la prosa hasta que no quedara ningún exceso, ningún adorno innecesario (un crítico definió la prosa de Carver como “Hemingway al cuadrado”). Eran sobre todo cuentistas –de hecho, el género novelístico en sí parecía ser maximalista--, los temas que elegían eran más bien domésticos y el tono era coloquial. Sus protagonistas, en una famosa definición de Joyce Carol Oates, eran “pasivos, no se cuestionaban nada, no reflexionaban, y, algunas veces, carecían de la conciencia neurológica que uno asocia con los seres humanos normales”.
Los nombres siempre ocultan más de lo que revelan. Es un gran desafío trascenderlos, en más de un sentido: mostrando, por un lado, su ineficacia para contener y nombrar una obra, y por otro, literalmente, haciendo que el nombre se desconecte del autor. Eso, creo, ha sucedido con los nombres más rutilantes de la ficción norteamericana de los años ochenta. Carver es el que más rápido ha logrado su status de clásico indiscutible, de mito inspirador para futuras generaciones (aunque la nueva, la de Chabon y compañía, tiene un ethos diferente). Ford y Beattie tienen ya una gran obra que los defiende. Y Wolff ha escrito más cuentos perfectos como “Bullet in the Brain”, dos memorias tan redondas como conmovedoras, y ahora, con Vieja escuela (Alfaguara, 2005), una novela escrita con una prosa tersa y sin florituras pero que en ningún momento puede ser considerada minimalista (por lo menos no con ese tono desdeñoso con que se ha usado la palabra, como para referirse a un escritor que se ocupa de pequeñas cosas, temas intrascendentes). Hace rato que Tobias Wolff es simplemente Tobias Wolff.
Vieja escuela está inspirada en los años de estudiante de Wolff, cuando, a principios de los sesenta, estuvo en un internado de élite en Nueva Inglaterra. Imaginemos, entonces, ese ambiente que la mayoría de los lectores conoce a partir de La sociedad de los poetas muertos. Aquí, la literatura todavía no ha sido desplazada por las ciencias y es el tronco central del saber humano. Buena parte de los alumnos quieren ser escritores, y los hombres a admirar del campus son los profesores de literatura. Vieja escuela es, entonces, otra novela sobre escritores. Tengo un amigo que siempre se queja de la abundancia de estas novelas. Me dice, a modo de ejemplo a seguir, que los directores de cine no suelen hacer películas sobre directores de cine. Y sin embargo Vieja escuela lo ha conmovido porque, dice, si bien los escritores suelen ser poco interesantes como personajes excepto para otros escritores, la novela de Wolff es vital, no tiene nada del narcisismo de la literatura sobre literatura. A mí no me molesta este tipo de literatura narcisista si es que es de calidad, pero esa es otra historia.
Lo cierto es que Wolff logra algo admirable en Vieja escuela. Esta es una novela que rezuma literatura, todos los personajes son escritores o profesores de literatura o aprendices de escritores, la literatura es vista incluso como algo superior a las ciencias, el arte por excelencia de las artes, algo que el narrador persigue con “aspiraciones místicas”. Y sin embargo, nada de eso molesta. El tono sin afectaciones del narrador ayuda. La literatura, aquí, es un viaje al conocimiento del otro y de uno mismo: se escribe y se lee para acercarse a la vida y no para refugiarse de ella en la cultura libresca. Uno lee un cuento de Faulkner, “Quemar cobertizos” para descubrir qué significa ser hijo, y qué es la lealtad, y cuales son sus “dificultades y trampas”.
El disparador narrativo es tan simple como efectivo, con el suspenso de una novela de aventuras: en el colegio, existe una tradición por la cual los alumnos compiten por el honor de tener una audiencia privada con el escritor que los visita. Como en una carrera con obstáculos en la que cada prueba es más interesante que la anterior, Wolff nos presenta a los alumnos compitiendo por el honor de tener una audiencia con Robert Frost, la popularísima Ayn Rand, y el premio mayor, Hemingway. Son de antología las escenas en que aparecen estos escritores, tanto por la magnífica caracterización –sobre todo Ayn Rand con sus fanáticos seguidores--, como por el tono ligeramente burlón que sobrevuela estas secciones. Uno puede escuchar a Hemingway en su entrevista: “Cuidado con la bebida. La bebida mata a más escritores que la guerra, sólo tarda más. Si uno se va a enfrentar al asesino gigante, será mejor que esté condenadamente seguro de que puede ganar. Unos podemos, otros no podemos. Scott nunca tuvo ninguna posibilidad, el pobre flojucho… Boca como la de una chica. Entre las copas y aquella boca tan bonita y aquella mujer que tenía, nunca tuvo ninguna posibilidad. Pero no escribía borracho, no como Bill Faulkner”.
En la competencia, el lector va descubriendo la complejidad de los estudiantes –Purcell, el narrador— y los profesores –Ramsey, Arch--, su trama confusa de seres con ambiciones y deseo. Porque todo sería muy simple si la novela sólo fuera una cuestión de competencia; ésta es, sobre todo, una forma de poner en práctica aquello por lo cual los profesores de literatura son admirados en la novela. Se trata de utilizar la literatura para acercarse a la vida, para que uno pueda descubrir más de uno mismo, verse en toda su grandeza y su miseria. Wolff ha escrito una gran novela utilizando ingredientes básicos: trama, personajes, atmósfera. Se trata, claro, de encontrar la combinación adecuada, lo cual es menos simple de lo que parece, aunque leyendo Vieja escuela uno tenga la sensación de que la literatura es la cosa más fácil del mundo.
Por su lirismo, sus personajes, la inventiva de su imaginación y los temas que toca, Wolff demuestra en Vieja escuela que es cualquier cosa menos un escritor “minimalista”.

Sunday, February 05, 2006


LOVECRAFT: ¡EL HORROR, EL HORROR!

La literatura es un espejo no tan deformado que refleja la sociedad del país que la produce. Pienso en esta versión personal de una cita de Stendhal al enterarme que la prestigiosa Library of America ha vuelto a las andadas al publicar –sinónimo de canonizar, en el caso de esta editorial--, en una edición de lujo de ochocientas páginas, al escritor H. P. Lovecraft (debo el dato a mi buen amigo y fanático lovecraftiano, Rodrigo Antezana). En Estados Unidos hay mucha más movilidad social que en América Latina, y eso también ocurre en su literatura: en los últimos diez años Raymond Chandler, Philip Dick y Lovecraft han salido de los barrios bajos para establecerse en los suburbios más exclusivos de la narrativa norteamericana (Stephen King debe estar respirando hondo; hay futuro para él). En cuanto a América Latina, han aparecido más nombres en el canon –Lispector, Pitol, Bolaño--, pero no podemos hablar en ningún caso de movilidad: los escritores lumpen siguen siendo lumpen (en todo caso, es más fácil que alguien descienda del firmamento a que uno suba a codearse con los Carpentier y compañía).
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) no logró publicar ningún libro en vida; sus cuentos aparecían en revistas “pulp” como Weird Tales. Su fama es enteramente póstuma, y comenzó de la mejor manera, con simples lectores, y luego se difundió entre escritores y críticos. Hoy su éxito es comercial (Supernatural Tales, uno de los libros que no logró publicar, vende 70.000 ejemplares al año) y crítico: el consenso contemporáneo indica que los dos escritores norteamericanos más importantes de literatura de horror gótico son Edgar Allan Poe y Lovecraft. Lovecraft parecía modesto, pero no lo era. De hecho, en uno de sus cuentos, “The Shunned House”, el narrador menciona que, allá por el 1840, cuando Poe vivía en Providence y cortejaba a la poeta Mrs. Whitman, le gustaba caminar por Benefit Street, pasar por la iglesia de Saint John y bordear un cementerio con lápidas del siglo XVIII. La “ironía” de todo esto es que Poe, el “gran maestro universal de lo terrible y lo extraño”, pasaba en su acostumbrada caminata por una vieja casa con un jardín descuidado. El narrador lovecraftiano escribe: “No parece que él [Poe] haya escrito o mencionado alguna vez esa casa, ni tampoco hay pruebas de que al menos se haya anoticiado de ella. Y sin embargo esa casa… iguala o supera en horror la más descabellada fantasía del genio que pasó a su lado sin darse cuenta…” “The Shunned House” es, entonces, el cuento que fue Poe incapaz de escribir. El mensaje es contundente: Lovecraft puede ver más lejos y mejor que Poe.
Quienes han leído a Lovecraft saben que en sus cuentos hay un exceso de parafernalia gótica: jorobados que atienden hoteles derruidos, mansiones encantadas, hombres que comulgan con ritos luciferinos, etc. Lo que distingue a Lovecraft, sin embargo, no es eso, sino su gran capacidad para crear una mitología. En esta mitología, que uno encuentra en textos admirables como “The Call of Cthulhu” o “The Shadow Out of Time”, los dioses que los hombres adoran no son otros que seres extraterrestres que habitan en nuestro mundo y nos controlan. Lovecraft produce una sensación de soledad cósmica, la de sentirse abandonado en un universo sin trascendencia (como en “The Music of Erich Zann”). A la vez, esa soledad ocurre en un mundo sobrepoblado por seres extraños, “shoggots” protoplásmicos. El hombre es un ser ínfimo, muy ínfimo, una mancha en un tiempo que se alarga a miles de millones de años.
Si Borges sugería que la literatura es un sueño dirigido, Lovecraft podía haber dicho que en realidad se trata de una pesadilla dirigida. Esa pesadilla esta narrada con lujo de detalles: lo que de verdad importa en Lovecraft, como señala Joyce Carol Oates, es la vividez con que se describe la geografía donde ocurre el horror: Providence, Salem, o el “Valle de Miskatonic”. Oates compara con acierto los paisajes alucinados de Lovecraft con los del Bosco. En ese espacio, el individuo –generalmente un académico, un intelectual asexual— se enfrenta con las fuerzas extrañas del cosmos y termina derrotado, demente o perdido en una obsesión de la que jamás saldrá. En ese enfrentamiento, suele haber un texto en un lenguaje extraño que el hermeneuta necesita descifrar –“una solución criptográfica”, como en “The Dunwich Horror”--. De todos esos textos, el que aparece con tanta frecuencia que muchos lectores consideran que es real es el Necromicon, el libro de los muertos de Abdul al-Hazred. En los cuentos de Lovecraft, leer el Necromicon significa cortejar a la muerte o a la locura.
La prosa de Lovecraft deja tanto que desear que a su lado Roberto Arlt es un magnífico estilista. El crítico Alberto Manguel cuenta que, cuando le leía los cuentos de Lovecraft a Borges, éste se impacientaba. Qué prosa, por Dios: “¡el horror, el horror!” Borges decidió corregir a Lovecraft y escribió un cuento inspirado por éste. “There Are More Things”, publicado en El libro de arena (1975), tiene la típica casa y el monstruo lovecraftiano. Pero es un cuento demasiado elegante, demasiado sofisticado, demasiado borgiano. Aquí uno se da cuenta que ese horror que describía Lovecraft con tanta nitidez necesitaba de su prosa horrorosa pero efectiva. Hoy ya lo sabemos: también se puede llegar a ser un clásico escribiendo muy mal. Acaso importa más tener algo que decir.