Monday, December 19, 2005

BOLIVIA: RAZONES PARA VOTAR POR EVO MORALES

En 1993, Bolivia eligió a su primer vicepresidente aymara, Víctor Hugo Cárdenas. Feliz por la cobertura positiva que se le había dado a Bolivia esos días, llegué de vacaciones a Cochabamba dispuesto a celebrar la buena nueva con mis compatriotas. Debíamos estar orgullosos de un líder indígena que hablaba seis idiomas y tenía un doctorado de una prestigiosa universidad francesa. Recuerdo, sin embargo, mi sorpresa al descubrir que para buena parte de la clase media a la que yo pertenecía, la elección de Cárdenas como acompañante de fórmula de Gonzalo Sánchez de Lozada –en su primer gobierno—era una mala noticia. Un domingo me enzarcé en una discusión con mi tío, quien me dijo: “¿Te imaginas si le pasa algo a Sánchez de Lozada? ¡Vamos a tener a un indio de presidente!” En su tono se condensaba todo el horror de una clase social muy poco dispuesta a aceptar los cambios estructurales que comenzaban a sacudir al país. Le dije a mi tío que no veía nada malo en el hecho de que un representante de la mayoría gobernara al país por primera vez. “Si eso ocurre, ahí te quiero ver”, respondió. “Haré mis maletas, y seguro nos encontraremos en el aeropuerto”.
Recuerdo estas cosas ahora, después de las históricas elecciones presidenciales del 18 de diciembre, en las que un candidato aymara, Evo Morales, ha triunfado de forma contundente. Hace poco desayuné con ese tío que más de diez años antes se había escandalizado ante la sola idea de que un indio fuera presidente, y le pregunté qué pensaba de Morales. Me dijo que no comulgaba con sus ideas, que Estados Unidos le iba a poner trabas por todas partes, pero que al menos los preceptos más fuertes del ideario indígena eran “no robar, no matar, no mentir”, y que con Evo se acabaría el robo descarado al erario nacional que había caracterizado a los gobiernos democráticos de los últimos veinte años. Le recordé lo que me había dicho tiempo atrás sobre Cárdenas, y le pregunté qué era lo que había cambiado en el país. Me dijo que ahora teníamos experiencia acerca de lo que habían sido los gobiernos de los partidos tradicionales: corruptos, carentes de una visión nacional. Para él, el desgaste de esos partidos tradicionales justificaba plenamente el ascenso de Evo. Ese ascenso no era tanto una virtud de Evo, sino el resultado de la debacle económica a la que Sánchez de Lozada y otros presidentes neoliberales habían conducido al país.
En las palabras de mi tío encontraba un eco de lo que mi padre me había dicho en agosto del 2002, al ver por la televisión, admirado, al treinta por ciento de los representantes del nuevo parlamento, de extracción indígena: “los indios son el 60% de la población, algún rato les tiene que tocar”. Nuevamente, no se trataba tanto de los logros de Evo, sino de una suerte de predestinación histórica: Evo aparece en el momento adecuado, cuando el país se encuentra lo suficientemente maduro como para asumir la idea de un presidente indígena (el proceso histórico, en este caso, primero fue muy lento –más de un siglo y medio--, y luego se aceleró bruscamente: tan sólo hace diez años la posibilidad de un indio presidente era muy resistida en el mundo urbano, y prácticamente no existía en el mundo rural).
En ese “algún rato” de mi padre se expresaba el hecho de que un sector de la clase media tenía cierto sentido del momento histórico que vive Bolivia. Mi padre recordaba, en su infancia cochabambina en la década del cuarenta, a los pongos, esos indios condenados a la más humillante de las servidumbres. Las familias de la élite regalaban pongos a sus hijos, para que éstos se encargaran de todas las necesidades de esos chiquillos privilegiados. Los pongos debían dormir en el suelo, junto a la puerta de la habitación del señor al que servían, por si a ese señor se le ocurría despertarse a las tres de la mañana y pedir un vaso de agua. Eran los pongos quienes se encargaban de traer entre sus manos el extremento de llama tan necesario para crear un buen fuego en la cocina.
Un sector de la clase media y de la élite observa el proceso histórico boliviano de la misma manera en que lo hacían el Príncipe Fabrizio y su sobrino Tancredi en El Gatopardo. En esa gran novela de Lampedusa, ambientada en la Sicilia de 1860, estaba claro que la aristocracia debía ceder sus posiciones ante la inminente unificación de Italia; el triunfo de Garibaldi significaba también el triunfo de las clases populares. El príncipe miraba todo con escepticismo, aunque sabía que su clase había fracasado estrepitosamente; su sobrino, admirador de Garibaldi, trataba de sacar partido de la nueva situación bajo la égida de la frase “algunas cosas deben cambiar para que todo permanezca igual”. Así, mi padre y mi tío representan a los que no votaron por Evo pero entienden por qué el líder aymara ha triunfado, y tengo amigos empresarios que, como Tancredi, proclaman su apoyo a Evo Morales. Mi cuñado, gerente de ventas de una empresa de alimentos, me dice que votó por Evo porque así se evitarán los bloqueos salvajes que paralizaron la economía del país e hicieron caer a dos presidentes en los últimos dos años. “Para que se acaben los bloqueos, hay que votar a los bloqueadores”, me dijo con una sonrisa, orgulloso de su manera tan astuta de entender las cosas.
Si un sector de la clase media y de la élite se acomoda a la nueva realidad, y otro sector –los intelectuales de izquierda, los universitarios— cree genuinamente que sólo Evo puede garantizar el verdadero cambio en el país, otro sector mira todo ese proceso con miedo (a veces, en la misma persona, se pueden encontrar el acomodo, la admiración y el miedo al mismo tiempo). La campaña de Tuto Quiroga, el ex-presidente y gran opositor de Evo, explotó al máximo ese temor; sus spots televisivos sugerían que con Evo en el poder se perderían fuentes de trabajo, se estatizaría la economía e incluso se cambiaría la bandera nacional por la wiphala (la bandera de los aymaras). Quiroga también señaló que la amistad de Evo con el presidente venezolano Hugo Chavez sólo le traería desgracias a Bolivia. No han faltado los editoriales acerca de la inevitable “chavezación” del país, y en los barrios residenciales se escuchan conversaciones de gente que está segura que Evo ordenará la confiscación de la propiedad privada, expropiará las tierras de los grandes hacendados, y le cortará el cuello a los dueños de fábricas y a los gerentes de banco.
Por supuesto, el temor de buena parte de la clase media y la élite no se debe sólo a las razones coyunturales que explotó la campaña de Tuto. Las razones son de larga data y tienen que ver con traumas y culpas anidadas en lo más profundo del imaginario criollo. Se trata, por así decirlo, de la inevitable venganza del pongo. Los abusos a los que ha sido sometido el indio desde la colonia deben desembocar en una “guerra de las razas”. El aymara Túpac Catari se sublevó hace más de dos siglos y sitió La Paz durante casi un año entero; Catari fue apresado y luego descuartizado por caballos que jalaron en direcciones opuestas. Dicen que, antes de morir, Catari dijo “volveré y seré millones”. Para muchos, el retorno ha comenzado. Son millones; Evo es apenas la punta de lanza. Buena razón para no haber votado por Evo. O para haber votado por él.

Monday, December 12, 2005

FICCIONES GLOBALES

En los últimos años ha aparecido en la literatura escrita en inglés un tipo de narrativa que podría llamarse “ficción global”. En las novelas de este tipo, los personajes son seres itinerantes que deambulan por un mundo global, post-geográfico, dominado por el impacto de las nuevas tecnologías. En este nuevo, confuso paisaje, los hombres tratan en vano de orientarse, de encontrar un ancla para su identidad. Si hay un intento exhaustivo por describir los colores, sonidos y olores de la sociedad de la información actual, por saturar al lector con los logotipos y las marcas registradas de la era contemporánea, el objetivo no es frívolo; más bien, todo ello está puesto al servicio de un tema de vieja data para el género novelístico: la preocupación moral por el destino del sujeto en un tiempo y lugar esforzados en extraviarlo. Sus autores más conocidos son el canadiense William Gibson, padre del cyberpunk, y los ingleses Hari Kunzru y David Mitchell.
En Pattern Recognition (2003) –publicada en español por Minotauro con el título Mundo espejo (2004)--, novela de Gibson que no pertenece al género cyberpunk, la heroína, Cayce Pollard, es una “coolhunter”, una cazadora de aquello que se lleva en la calle y que, con un buen trabajo publicitario, puede convertirse en una moda global. Cuando aparece en el internet una serie de videos extraños que adquieren un aura especial –llamados, simplemente, “the footage”--, a Cayce se le encomienda encontrar al autor. Sus viajes la llevan a Tokio, Londres y Moscú. En el trayecto, Gibson presenta al planeta como una verdadera “aldea global” en la que la sociedad de consumo es manipulada por una serie de individuos capaces de reconocer en el aire la estructura del porvenir. La metáfora perfecta para captar la crisis del hombre contemporáneo es la que Cayce bautiza como “soul delay”: con tanto desplazamiento, tanto caos y desorientación, el alma tarda un buen tiempo en reencontrarse con el cuerpo. Vivimos en una suerte de “jet-lag” epistemológico.
Transmission (2004), la segunda novela de Hari Kunzru –publicada en español por Alfaguara con el título Leila.exe (2005)--, es también un intento de mapear el lugar del sujeto en un territorio dominado por las nuevas tecnologías, la cultura popular y las marcas registradas. Arjun Mehta es un personaje representativo de tantos hindúes que, gracias a su dominio de la programación de computadoras, son atraídos por Silicon Valley. Arjun trabaja en una compañía antivirus hasta que, como tanto otros, pierde su empleo. Su venganza: crear un virus poderoso y enviarlo por internet. El caos producido por el virus –cuyo nombre homenajea a una famosa actriz de Bollywood— nos muestra la precariedad de la economía global, tan interconectada que es muy fácil atacarla. Kunzru no nos muestra nada nuevo al trabajar el tema de la deshumanización de las grandes corporaciones. Pero, como Gibson, al revelar cómo funcionan las marcas en nuestro inconsciente, es capaz de hacernos ver de mejor manera cómo funciona la sociedad de consumo: “una marca debería hacerte sentir bien, porque si sabe qué te hace sentirte bien entonces puede posicionarse correctamente y ayudarte a elegir. Y si una vez que has elegido la marca te protegee como un padre cariñoso… entonces tú te sientes bien por la decisión tomada y la marca aprende de tus buenos sentimientos”. El sujeto, en la novela de Kunzru, es un objeto incapaz de “posicionarse” de manera correcta en la economía global; su impotencia lo lleva a tratar de ajustar cuentas con ésta.
Pese a sus temas tan actuales, las novelas de Gibson y Kunzru poseen una estructura convencional. Cloud Atlas (2004), la nueva novela de David Mitchell, es la más ambiciosa y la de estructura menos convencional de las tres. Mitchell es, como Kunzru, uno de los veinte mejores escritores ingleses menores de cuarenta años elegidos por la prestigiosa revista Granta; es también, con apenas tres novelas publicadas, dos veces finalista del premio Booker. Cloud Atlas debió haber ganado el Booker este año. No lo hizo, pero no importa. Cuando se haga en el futuro el recuento de las novelas importantes publicadas a principios de este siglo, Cloud Atlas será número puesto.
Desde su primera libro, Ghostwritten (2000), que Mitchell viene intentando armar una novela a partir del relato de varias tramas inconexas entre sí, apenas tocadas por símbolos y descripciones tan sutiles que más parecen un guiño juguetón del autor pero que cumplen una función trascendental. A diferencia, digamos, de autores clásicos como Faulkner y el primer Vargas Llosa, que comenzaban la novela con varias tramas separadas, para luego irlas entrelazando entre sí de modo que todo estuviera perfectamente imbricado, Mitchell parecería que está escribiendo seis novelas diferentes al mismo tiempo; en sus palabras, “un sexteto para solistas que se van superoniendo entre sí”. Sus tramas se hallan separadas en el tiempo y la geografía: un misionero norteamericano en las islas Marshall, hacia 1839; un compositor de música en Austria allá por 1931, una periodista norteamericana en la California de los años 70; un editor de libros en la Inglaterra de hoy; y para terminar, dos relatos que son verdaderos tour de force: uno situado en una Corea futurista dominada por la alta tecnología y un capitalismo rampante de marcas globales que se entrometen en el mismo lenguaje, y otro en un Hawaii post-apocalíptico, donde los hombres se hallan en un primitivo estado de guerra hobbesiano después de la disolución de los Estados-nación.
En Cloud Atlas, los personajes no se hallan interconectados por la economía o cultura global, sino por hilos menos concretos, invisibles pero no por ello menos importantes. Una marca de nacimiento en la piel, que va reapareciendo en diversos personajes en épocas diversas, puede insinuar una sofisticada teoría acerca de la transmigración de las almas, o algo más prosaico como el hecho de que nada más por haber pasado por el mundo, en cualquier época y en cualquier lugar, los hombres se hallan hermanados entre sí, comparten la fascinación, la ansiedad y el miedo de vivir. En ambos casos, el resultado es el mismo. El compositor Robert Frobisher descubre de casualidad, mientras visita la casa de un músico que admira en Zedelghem, la primera parte del diario escrito por Adam Ewing en los días de su visita a las islas Marshall, comienza a leer y de pronto ocurre la maravilla: Frobisher se encuentra vinculado a Ewing, las islas Marshall a Zedelghem.
Como dice el editor Timothy Cavendish en Cloud Atlas: “¿Qué no daría ahora por un mapa jamás cambiante de lo inefable siempre constante? Poseer, digamos, un atlas de nubes”. Estas líneas se pueden leer como una declaración de principios: la novela como género debería ser una suerte de atlas de nubes, un mapa capaz de capturar lo inefable de la condición humana, aquello que permanece y dura aunque vayan cambiando los paisajes a nuestro alrededor. En manos de David Mitchell, la novela ya lo es.

Monday, December 05, 2005

LOS CLONES DE ISHIGURO Y HOUELLEBECQ


Una de las noticias más impactantes de este año ha sido el nacimiento de Snuppy, un perro afgano que llegó al mundo en abril después de una cesárea. Snuppy no es un perro cualquiera; es el producto de un equipo de científicos de la universidad nacional de Corea del Sur. Si bien a partir del nacimiento de la oveja Dolly en 1996 los científicos habían logrado clonar a todo tipo de animales, incluyendo a gatos y caballos, el perro se había mostrado resistente a la clonación. Que el equipo liderado por Woo Suk Hwang haya logrado hacerlo sugiere que no está lejano el día en que aparezcan en la tierra las primeras réplicas de primates –y con ello, de seres humanos. La clonación es ya una de las ramas más importantes –y a la vez, la más inquietante—de la biotecnología.
Los clones nos preocupan, y por ello la literatura, ese gran territorio para la exploración de deseos y ansiedades, se ocupa de ellos. Este año han aparecido dos novelas importantes sobre clones: La posibilidad de una isla (Alfaguara), de Michel Houellebecq, y Nunca me abandones (Anagrama) de Kazuo Ishiguro. Lo primero que hay que decir es que, como siempre, la literatura seria llega tarde a la fiesta (Huxley coquetea con el tema en Un mundo feliz, pero allí, más que clones, hay seres humanos modificados genéticamente; están, sí, los Epsilon, esos trabajadores de tareas repetitivas, pero su papel es menor). La literatura popular y el cine hace rato que están poblados de clones: El mundo de Null-A, publicada en 1945 por A.E. Van Vogt, es quizás la primera novela importante de ciencia ficción sobre clones. Desde entonces, otros autores de ciencia ficción han escrito sobre clones: Ben Bova (El hombre múltiple), Arthur Clarke (Tierra imperial), Ursula leGuin (el cuento “Nueve vidas”), Philip Dick (Blade Runner), y por supuesto, Ira Levin, cuya novela Los niños del Brasil fue adaptada al cine y tuvo tanto éxito que hoy es difícil pensar en clones y no tomar en cuenta la connotación siniestra que le dio Levin al tema: habrá científicos interesados en los fines benéficos de la clonación –la reproducción de órganos para transplantes, por ejemplo--, pero no faltará el que la utilice para fines perversos como clonar a Hitler.
La novela de Ishiguro está ambientada en uno de esos colegios privados ingleses que han dado tanta literatura y que en los últimos años se han refuncionalizado: primero fueron lugares donde se podía aprender magia (ver toda la saga de Harry Potter), y ahora, en Nunca me abandones, también admiten a clones. Kathy H., la narradora, recuerda con nostalgia su adolescencia en ese colegio, las travesuras y las bromas, similares a las de cualquier otro colegio. Pero hay algo diferente: Kathy H. y los otros alumnos del colegio son clones; su única función es proveer órganos saludables para los enfermos. Los que defienden la clonación con fines terapeúticos hablan de logros maravillosos como el hecho de que los paralíticos podrán volver a caminar, o de que se podrá detener el proceso de envejecimiento. Ishiguro tiene algo de eso en mente: los clones son un medio para un fin. Kathy H. es un personaje tan bien logrado que uno se conmueve ante su destino. Como sugiere Gary Rosen en el New York Times, Ishiguro, en esta novela, logra dos cosas importantes a la vez: oponerse a los que apoyan la clonación con fines benéficos, y sugerir que uno no debería tener tanto miedo a los clones. Kathy H. es un clon, pero es también una persona. Ella es un descendiente directo de Roy Batty, el replicante de Blade Runner que escapa de una colonia en un planeta lejano y llega a la tierra con el único propósito de buscar a su creador. Batty se rebela contra su destino predeterminado de vivir tan sólo cuatro años. Kathy H., como Batty –como casi todos nosotros--, se aferra a la vida y rechaza las limitaciones que un creador ha impuesto en torno a su mortalidad.
La postura humanista de Ishiguro parecería, en principio, contraponerse a la de Houellebecq, conocido por sus ideas nihilistas. Sin embargo, los extremos se tocan. En La posibilidad de una isla, Houellebecq narra la historia de Daniel, un cómico caústico que, en medio de una crisis existencial producida por el paso de los años –la posible pérdida del deseo sexual, la cercanía de la muerte— entra en contacto con la secta elohimita, que tiene como creencia principal la inmortalidad del ser humano a través de la clonación. De hecho, la novela sugiere que esa creencia se ha tornado realidad, pues los capítulos están narrados alternadamente por Daniel1 y, un par de milenios después, sus clones, Daniel 24 y Daniel25. Aunque la prosa de Houellebecq deja mucho que desear, la novela tiene momentos provocativos que nos convencen de que la crisis actual de Francia es más profunda de lo que creíamos: Daniel es representante de ese “derrumbamiento masivo, pasmosamente rápido, de las creencias religiosas tradicionales”. La religión católica ha muerto en Europa, y ahora, con las nuevas generaciones, también ha muerto el amor; incapaz de tener convicciones, el hombre es un sujeto que hace todo guiado por su deseo sexual, y que, sometido por sus pulsiones libidinales, vive alargando su juventud. No es de extrañar, entonces, que Daniel sea atraído por los elohimitas (basados en los raelitas), reniegue de su mortalidad y abrace la fe elohimita en la inmortalidad.
¿Y qué pasa con los clones de Houellebecq? Los “neohumanos”, como se los llama, no están felices, quieren vivir más. La inmortalidad se logra a través de un truco: Daniel1 sobrevive milenios después en Daniel24, pero para ello debe morir. Daniel25 deberá ser reemplazado por Daniel26: “La felicidad no era un horizonte posible. El mundo nos había traicionado. Mi cuerpo me pertenecía por un breve lapso de tiempo; yo jamás alcanzaría el objetivo asignado. El futuro estaba vacío…”
En Houellebecq, hasta los clones son nihilistas. Pero uno entiende las quejas de Daniel25 ante la traición del mundo, la decisión de Marie23 de dejar la ciudad y buscar una comunidad utópica de salvajes, y, de pronto, se sorprende poniéndose del lado de los clones. La literatura, al soñar el futuro, nos habla de las deseos y las ansiedades del presente. Ishiguro y Houellebecq nos dicen, hoy, algo fundamental: el siglo XXI pertenece a Roy Batty, a Kathy H., a Daniel25: no hay que tenerle miedo a los clones.